miércoles, 2 de noviembre de 2022

2 De Noviembre: La Conmemoracion De Los Difuntos

 


No queremos, hermanos que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para que no os aflijáis como los demás que no tienen esperanza. Este era el deseo del Apóstol escribiendo a los primeros cristianos; y el de la Iglesia hoy no es otro. En efecto, la verdad sobre los difuntos no pone sólo en admirable luz el acuerdo de la justicia y de la bondad en Dios: los corazones más duros no resisten a la misericordia caritativa que esa verdad infunde, a la vez que procura los más dulces consuelos al luto de los que lloran. Si nos enseña la fe que hay un purgatorio, donde las faltas no expiadas pueden retener a los que nos fueron queridos, también es de fe que podemos ayudarlos, y es teológicamente cierto que su liberación más o menos pronta está en nuestras manos. Recordemos algunos principios que pueden ilustrar esta doctrina.

LA EXPIACIÓN DEL PECADO. — Todo pecado causa en el pecador doble estrago: mancha su alma y le hace merecedor del castigo. El pecado venial causa simplemente un desplacer a Dios y su expiación sólo dura algún tiempo; mas el pecado mortal es una mancha que llega hasta deformar al culpable y hacerle objeto de abominación ante Dios; su sanción, por consiguiente, no puede consistir más que en el destierro eterno, a no ser que el hombre consiga en esta vida la revocación de la sentencia. Pero, aun en este caso, borrándose la culpa mortal y quedando revocada por tanto la sentencia de condenación, el pecador convertido no se ve libre de toda deuda; aunque a veces puede ocurrir; como sucede comúnmente en el bautismo o en el martirio, que un desbordamiento extraordinario de la gracia sobre el hijo pródigo logre hacer desaparecer en el abismo del olvido divino hasta el último vestigio y las más diminutas reliquias del pecado, lo normal es que en esta vida o en la otra exija la justicia satisfacción por cualquier falta.

EL MÉRITO.—Todo acto sobrenatural de virtud, por contraposición al pecado, implica doble utilidad para el justo; con él merece el alma un nuevo grado de gracia; satisface por la péna debida a las faltas pasadas conforme a la justa equivalencia que según Dios corresponde al trabajo, a la privación, a la prueba aceptada, al padecimiento voluntario de uno de los miembros de su Hijo carísimo. Ahora bien, como el mérito no se cede y es algo personal de quien lo adquiere, así, por lo contrario, la satisfacción, como valor de cambio, se presta a las transacciones espirituales; Dios tiene a bien aceptarla como pago parcial o saldo de cuenta a favor de otro, sea de este mundo o del otro el concesionario, con la sola condición de que pertenezca por la gracia al cuerpo místico del Señor que es uno en la caridad.

Es la consecuencia, como lo explica Suárez en su tratado de los Sufragios, del misterio de la Comunión de los Santos, que en estos días se nos manifiesta: “Creo que esta satisfacción de los vivos en favor de los difuntos vale en justicia y que es infaliblemente aceptada en todo su valor y conforme a la intención del que la aplica, de suerte que, por ejemplo, si la satisfacción que me corresponde me valía en justicia, percibiéndola yo, el perdón de cuatro grados de purgatorio, otro tanto se la perdona al alma por quien la ofrezco”.

LAS INDULGENCIAS. — Sabido es cómo secunda la Iglesia en este punto la buena voluntad de sus hijos. Por medio de la práctica de las Indulgencias, pone a disposición de su caridad el tesoro inagotable donde se juntan sucesivamente las satisfacciones abundantísimas de los Santos con las de los Mártires, y también con las de Nuestra Señora y con el cúmulo infinito debido a los padecimientos de Cristo. Casi siempre ve bien y permite que la remisión de la pena, que ella directamente concede a los vivos, se aplique por modo de sufragio a los difuntos, los cuales ya no dependen de su jurisdicción. Quiere esto decir que cada uno de los fieles puede ofrecer por otro a Dios, que lo acepta, el sufragio o ayuda de sus propias satisfacciones, del modo que acabamos de ver. Tal es la doctrina de Suárez, el cual enseña también que la indulgencia que se cede a los difuntos no pierde nada de la certeza o del valor que tendría para nosotros los que pertenecemos todavía a la Iglesia militante. Ahora bien, las Indulgencias se nos ofrecen en mil formas y en mil ocasiones.

Sepamos utilizar nuestros tesoros y practiquemos la misericordia con las pobres almas que padecen en el purgatorio. ¿Puede existir miseria más digna de compasión que la suya? Tan punzante es, que no hay desgracia en esta vida que se la pueda comparar. Y la sufren tan noblemente, que ninguna queja turba el silencio de “aquel río de fuego que en su curso imperceptible las arrastra poco a poco al océano del paraíso”. El cielo a ellas de nada las sirve; allí ya no se merece. Dios mismo, buenísimo pero también justísimo, se ha obligado a no concederlas su liberación si no pagan completamente la deuda que llevaron consigo al salir de este mundo de prueba. Es posible que esa deuda la contrajesen por nuestra culpa o con nuestra cooperación; y por eso se vuelven a nosotros, que continuamos soñando en placeres mientras ellas se abrasan, cuando tan fácil nos es abreviar sus tormentos. Apiadaos, apiadaos de mi, siquiera vosotros, mis amigos, pues me ha herido la mano del Señor.



LA ORACIÓN POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO.— Como si el purgatorio viese rebosar más que nunca sus cárceles con la afluencia de multitudes que allí lanza todos los días la mundanalidad del siglo presente y acaso debido también a la proximidad de la cuenta corriente final y universal que dará término al tiempo, al Espíritu Santo ya no le basta sostener el celo de las cofradías antiguas consagradas en la Iglesia al servicio de los difuntos; suscita la Iglesia nuevas asociaciones y hasta familias religiosas, cuyo fin exclusivo es promover por todos los medios la liberación o el alivio de las almas del purgatorio. En esta obra, que es una especie de redención de cautivos, hay también cristianos que se exponen y se ofrecen a cargar sobre sí las cadenas de sus hermanos, renunciando para ello libre y voluntariamente, no sólo a sus propias satisfacciones, sino también a los sufragios de que se podían beneficiar después de muertos; acto heroico de caridad que no se debe hacer a la ligera, pero que aprueba la Iglesia; dicho acto da a Dios mucha gloria y, en el caso de un retardo temporal de la bienaventuranza, merece a su autor el estar más cerca de Dios para siempre, desde ahora por la gracia y después, en el cielo, por la gloria.

Y, si los sufragios de un simple fiel tienen tanto valor, ¡cuánto más tendrán los de toda la Iglesia en la solemnidad de la oración pública y en la oblación del augusto Sacrificio en que Dios mismo satisface a Dios por todas las faltas! La Iglesia, desde su origen, siempre rezó por los difuntos, como antes lo hizo la Sinagoga. Así como celebraba el aniversario de sus hijos mártires con acciones de gracias, así también honraba con súplicas el de los demás hijos, que quizá no estuviesen aún en los cielos. Diariamente se pronunciaban en los Misterios sagrados los nombres de unos y otros con el doble fin de la alabanza y de la oración; y, así como por no poder recordar en cada iglesia particular a cada uno de los bienaventurados del mundo entero, los incluyó a todos en una fiesta y en una mención común, así de igual manera hacía conmemoración general de los difuntos en todas partes y todos los días a continuación de las conmemoraciones particulares. Tampoco faltaban sufragios, observa San Agustín, a los que no tenían parientes ni amigos; ésos tenían para remediar su desamparo, el cariño de la Madre común.

SAN ODILÓN. — Al seguir la Iglesia desde un principio el mismo proceso respecto a la memoria de los bienaventurados y la de las almas del purgatorio era de prever que la institución de la fiesta de todos los Santos reclamaría muy pronto la actual Conmemoración de los fieles difuntos. Según nos dice la Crónica de Sigeberto de Gemblaux, el abad de Cluny San Odilón la instituía en 998 en todos los monasterios que de él dependían, para celebrarla perpetuamente al día siguiente de todos los Santos. Así respondía a las acusaciones que le denunciaban a él y a sus monjes, en visiones que se leen en su Vida, como los auxiliadores más intrépidos de las almas que se purifican en el lugar de la expiación, y también como los más temibles para los poderes infernales. El mundo aplaudió el decreto de San Odilón. Roma le hizo suyo y se convirtió en ley de toda la Iglesia latina.

Los griegos hacen una primera Conmemoración general de los difuntos la víspera de nuestro domingo de Sexagésima, que es para ellos el de carnestolendas o de Apocreos, en el cual celebran la segunda venida del Señor. Llaman a este día Sábado de ánimas, como también al Sábado que precede a Pentecostés, en que rezan de nuevo solemnemente por todos los difuntos.

MISA DE LOS DIFUNTOS

La Iglesia Romana tenía antiguamente doble tarea en este día en su servicio diario para con la divina Majestad. La memoria de los difuntos no la permitía olvidar la Octava de todos los Santos. El oficio del segundo día de esta Octava precedía al de los difuntos; a la hora de Tercia de todos los Santos, seguía la Misa correspondiente; y después de Nona del mismo oficio, ofrecía el Sacrificio del altar por los difuntos.

En nuestros días, solicitada por la caridad para con las pobres almas más numerosas y más desamparadas, las dedica hoy todas sus Horas canónicas y sólo después de Nona a la que sigue la misa solemne de los difuntos, vuelve a tomar el oficio de los Santos en las Vísperas del dos de noviembre.

En cuanto a la obligación de guardar fiesta el día de ánimas, era sólo de semiprecepto en Inglaterra, donde se permitían los trabajos más necesarios; en muchos lugares el cese del trabajo no excedía la mitad del día; en otros se prescribía únicamente la asistencia a la misa. París observó durante algún tiempo el dos de noviembre como fiesta de primera obligación: en 1673 el arzobispo Francisco de Harlay mantenía aún en sus estatutos el mandato de guardarle hasta el mediodía. Hoy ni en Roma existe ya la obligación.

La antífona del Introito no es más que la súplica apremiante que suple en el oficio de difuntos a otra cualquier doxología; está sacada de un pasaje del libro cuarto de Esdras. El segundo salmo de Laudes nos da el versículo.

INTROITO

Dales, Señor, el descanso eterno: y brille para ellos la luz perpetua. — Salmo: A ti, oh Dios, te corresponden loores en Sión, a ti se te darán votos en Jerusalén: escucha mi oración, a ti irán todos los hombres.

En la Colecta la Iglesia implora, en favor de las almas que sufren, la misericordia de su Esposo, del Dios hecho Hombre, al que llama Creador y Redentor, títulos que dicen todo lo que estas almas le costaron y le invitan a dar la última mano a su obra.

COLECTA

Oh Dios, Criador y Redentor de todos los fieles: concede a las almas de tus siervos y siervas el perdón de todos los pecados; para que, por nuestras piadosas súplicas, consigan la indulgencia que siempre ansiaron. Tú, que vives.

EPISTOLA

Lección de la Epístola del Ap. S. Pablo a los Corintios (I Cor., XV, 51-57).

Hermanos: He aquí un misterio que os digo: Todos resucitaremos ciertamente, pero no todos seremos transformados. En un momento, en un pestañear de ojos, al son de la última trompeta: porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptos: y nosotros seremos transformados. Porque es preciso que esto corruptible se revista de incorrupción: y que esto mortal se revista de inmortalidad. Mas, cuando esto mortal se hubiere vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: Fué absorbida la muerte por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Pues el aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado es la Ley. Mas gracias a Dios, que nos dió la victoria por nuestro Señor Jesucristo.


MUERTE Y RESURRECCIÓN. — Mientras el alma, al salir de este mundo, suple en el purgatorio la insuficiencia de sus expiaciones, el cuerpo que dejó vuelve a la tierra para cumplir la sentencia lanzada contra Adán y su raza en el principio del mundo. Pero la justicia es amor tanto para el cuerpo como para el alma del cristiano. La humillación del sepulcro es justo castigo de la falta original; mas en ese retomo del hombre al polvo de la tierra de que fué formado, nos hace ver San Pablo además la siembra necesaria para la transformación del grano predestinado, que un día ha de volver a vivir en muy distintas condiciones. Es que, en efecto, la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios ni los que están sujetos a la corrupción aspirar a la inmortalidad. Trigo candeal de Cristo, según la palabra de San Ignacio de Antioquía, el cuerpo del cristiano es arrojado al surco de la tumba para dejar en él lo que tenía de corruptible, la forma del primer Adán con su flaqueza y su pesadez; mas, por virtud del nuevo Adán, que le vuelve a formar a su propia imagen, saldrá completamente celestial y espiritualizado, ágil, impasible y glorioso. Gloria al qué sólo quiso morir como nosotros para destruir la muerte y hacer de su victoria nuestra victoria.

La Iglesia continúa pidiendo con insistencia en el Gradual la liberación de los difuntos.

GRADUAL

Dales, Señor, el descanso eterno: y brille para ellos la luz perpetua. ℣. El justo dejará eterna memoria: no temerá la mala fama.

TRACTO

Absuelve, Señor, a las almas de todos los fieles difuntos de todo vínculo de pecado. ℣. Y, socorriéndolos tu gracia, merezcan evitar el juicio de la venganza. ℣. Y gozar de la dicha de la luz eterna.

La Iglesia antiguamente no excluía el Aleluya de los funerales de sus hijos; expresaba su alegría fundada en la esperanza de qué una muerte santa acababa de asegurar al cielo un elegido más, aunque pudiese prolongarse algún tiempo la expiación del cristiano cuya vida de prueba finalizaba. Con todo, la adaptación de la liturgia de los difuntos a los ritos de los últimos días de Semana Santa, aunque modificó en este punto antiguas costumbres, no quiso excluir de la Misa de los difuntos la Secuencia, la cual fué primitivamente una composición de carácter festivo y una continuación del Aleluya. Roma hacia una excepción a las reglas tradicionales, a favor del poema atribuido erróneamente a Tomás de Celano. En Italia se cantó desde el siglo XIV el Dies irae y toda la Iglesia lo adoptó en el siglo XVI.

SECUENCIA

  1. El día de la Ira, el día aquel disolverá al mundo en ceniza: testigo es David con la Sibila
    2. ¡Cuánto temor habrá entonces, cuando se presente el Juez a discutir todo con rigor!
    3. La trompeta, lanzando su son por las tumbas de la tierra, llevará ante el trono a todos.
    4. Se pasmarán muerte y naturaleza, cuando resucite la criatura, para responder al Juzgador.
    5. Abriráse el libro escrito, en que está todo contenido, por el que será juzgado el mundo.
    6. Cuando, pues, se siente el Juez, aparecerá todo lo oculto: nada quedará sin vengar.
    7. ¿Qué diré entonces, desgraciado? ¿Qué patrono invocaré, cuando apenas el justo estará seguro?
    8. Rey de majestad tremenda, que a los buenos salvas gratis, sálvame a mí, fuente de piedad.
    9. Acuérdate, Jesús piadoso, que soy de tu camino la causa: no me pierdas en aquel día.
    10. Buscándome, te sentaste cansado: me redimiste sufriendo la cruz: no sea inútil tanto trabajo.
    11. Justo Juez de la venganza, da la gracia del perdón antes del día de la cuenta.
    12. Gimo como verdadero reo: con la culpa enrojece mí cara: perdona, oh Dios, al que suplica.
    13. Tú, que absolviste a María y escuchaste al buen ladrón, a mí esperanza me diste.
    14. Mis plegarias no son dignas: pero tú haz bueno y benigno, que no arda en fuego perenne.
    15. Colócame entre las ovejas, y apártame de los cabritos, poniéndome a la parte diestra.
    16. Refutados los malditos, aplicadas las crueles llamas: llévame con los benditos.
    17. Ruégote humilde y sumiso, el corazón, como ceniza, deshecho: Ten cuidado de mi fin.
    18. Lacrimoso día aquel, en que surgirá del polvo el hombre para ser juzgado reo.
    19. Perdona, pues, a éste, oh Dios: oh piadoso señor Jesús, dales el descanso. Amén.

EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio según S. Juan (Jn., V, 25-29).

En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas de los judíos: En verdad, en verdad os digo, que ha llegado la hora, y es ésta, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios: y, los que la escucharen, vivirán. Porque, como el Padre tiene la vida en si mismo, así dió también al Hijo el tener la vida en sí mismo: y le dió poder de juzgar, porque es el Hijo del hombre. No os maravilléis de esto, porque llega la hora en que, todos los que están en los sepulcros, oirán la voz del Hijo de Dios; e irán los que obraron bien, a la resurrección de la vida y los que obraron mal, a la resurrección del juicio.

LA vOZ DEL JUEZ. — El purgatorio no es eterno. Su duración es infinitamente diversa según las sentencias del juicio particular que sigue a la muerte de cada uno; para ciertas almas más culpables o que, excluidas de la comunión católica, están privadas de los sufragios de la Iglesia, puede prolongarse a siglos enteros, aunque la misericordia divina se dignase librarlas del infierno. Mas al fin del mundo y de todo lo que es temporal se ha de cerrar el purgatorio. Dios sabrá conciliar su justicia y su gracia en la purificación de los últimos llegados de la raza humana, supliendo, v. gr., con la intensidad de la pena expiatoria lo que podría faltar a la duración. Pero, en lo que se refiere a la bienaventuranza, mientras las sentencias del juicio particular son con frecuencia suspensivas y dilatorias y dejan provisionalmente el cuerpo del elegido y del condenado a la suerte común de la sepultura, el juicio universal tendrá carácter definitivo tanto para el cielo como para el infierno, y sus sentencias serán absolutas y se ejecutarán al instante íntegramente. Vivamos, pues, a la expectativa de la hora solemne en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios. El que tiene que venir, vendrá y no tardará, nos recuerda el Doctor de las gentes; su día llegará rápido y de improviso como un ladrón, nos dicen con él, el Príncipe de los Apóstoles y Juan el discípulo amado, haciendo eco a la palabra del mismo Jesucristo: como el relámpago sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre.

Asimilémonos los sentimientos expresados en el Ofertorio de los difuntos. Aunque las benditas almas del purgatorio tienen asegurada para siempre la eterna bienaventuranza y ellas lo saben bien, con todo eso, el camino más o menos largo que las conduce al cielo, se abre entre el peligro del último asalto diabólico y las angustias del juicio. La Iglesia, pues, abarcando con su oración todas las etapas de esta vía dolorosa, anda solícita para no descuidar la entrada; y no teme llegar para eso demasiado tarde. Para Dios, cuya mirada abarca todos los tiempos, la súplica que hoy hace la Iglesia, estaba ya presente en el momento del paso tremendo y procuraba a las almas la ayuda que aquí se pide. Además, esta misma súplica la va siguiendo a través de los altibajos de su lucha contra las potestades del abismo, de las cuales se sirve Dios como de instrumentos en la expiación reclamada por su justicia, según lo han comprobado más de una vez los Santos. En esta hora solemne, en que la Iglesia presenta sus ofrendas para el augusto y omnipotente Sacrificio, redoblemos nosotros también nuestros ruegos por los finados. Imploremos su liberación de las fauces del león. Supliquemos al glorioso Arcángel, prepósito del paraíso, sostén de las almas al salir de este mundo, su guía enviado “por Dios, que las conduzca a la luz, a la vida, a Dios mismo, que se prometió como recompensa a los creyentes en la persona de su padre Abraham.

OFERTORIO

Señor Jesucristo, Rey de la gloria, libra las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno y del profundo lago: líbralas de la boca del león, para que no las absorba el tártaro, ni caigan en lo obscuro: sino que el abanderado San Miguel las presente en la luz santa: * Que prometiste en otro tiempo a Abraham y a su descendencia, ℣. Ofrecérnoste, Señor, hostias y preces de alabanza: tú acéptalas por aquellas almas cuya memoria celebramos hoy: hazlas, Señor, pasar de la muerte a la vida: * Que prometiste en otro tiempo a Abraham y a su descendencia.

La fe, cuyas obras practicaron, es garantía para las almas del purgatorio de la recompensa postrera y la que hace a Dios propicio ante los dones ofrecidos en favor de ellas.

SECRETA

Suplicárnoste, Señor, mires propicio estas hostias que te ofrecemos por las almas de tus siervos y siervas: para que, a quienes diste el mérito de la fe cristiana, les des también el premio. Por Nuestro Señor Jesucristo.

PREFACIO

Es verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable que siempre y en todas partes te demos gracias a ti, Señor santo. Padre omnipotente, Dios eterno, por Cristo nuestro Señor. En quien brilló para nosotros la esperanza de una resurrección bienaventurada, de suerte que a quienes contrista la certeza de tener que morir, los consuele la promesa de la futura inmortalidad. Porque a tus siervos. Señor, la vida se les cambia, no se les quita: y, desmoronada la casa de esta terrestre morada, alcanzan en los cielos una mansión eterna. Y, por eso, con los Angeles y los Arcángeles, con los Tronos y las Dominaciones, y con todo el ejército de la celeste milicia, cantamos el himno de tu gloria, diciendo sin cesar: Santo, Santo, Santo, etc.

Al Agnus Dei, la petición del descanso para los difuntos suple a la de la paz por los vivos.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, dales el descanso.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, dales el descanso.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, dales el descanso sempiterno.

Como caen los copos silenciosos de una nieve abundante en un día de invierno, así suben blancas y apacibles las almas liberadas, ahora cuando en todo el mundo, al finalizar sus largas súplicas, la Iglesia derrama a raudales sobre las llamas expiatorias la sangre redentora. Hechos fuertes con el valimiento que da a nuestra oración el participar en los Misterios sagrados, digamos con ella en la Comunión:

COMUNION

Brille para ellos, Señor, la luz eterna: * Con tus Santos para siempre: porque eres piadoso. ℣. Dales, Señor, el descanso eterno: y brille para ellos la luz perpetua. * Con tus Santos para siempre: porque eres piadoso.

Es tal, no obstante eso, y tan por encima de nuestros pensamientos humanos el misterio impenetrable y adorable de la justicia de Dios, que para algunas almas la expiación tiene que seguir aún. La Iglesia también, sin cansarse ni dejar de esperar, continúa su oración en la Poscomunión. La Santa Madre Iglesia recordará a los difuntos todos los días y a todas las Horas del oficio, en todas las Misas que se ofrecen a lo largo del año, de cualquier solemnidad que sean.

POSCOMUNION

Rogárnoste, Señor, hagas que la oración de los que te suplicamos, aproveche a las almas de tus siervos y siervas: para que las libres de todos los pecados y las hagas participantes de tu redención. Tú, que vives.

El Benedicamus Domino, que hace las veces del Ite missa est en las misas en que se suprime el Gloria in excelsis, se reemplaza en las de difuntos por una invocación en favor de los finados:

Descansen en paz. ℟. Amén.

LAS TRES MISAS. — Aquí no damos más que el texto de la misa que se celebra por todos los fieles difuntos. Cada cual puede encontrar fácilmente en su misal el texto de las otras dos. Desde 1915, gracias a la piedad de Benedicto XV, los sacerdotes pueden en este día celebrar tres misas: una de ellas, a intención del celebrante, la segunda se dice por las intenciones del Papa y la tercera por todos los fieles difuntos.

Quiso Benedicto XV ayudar con esta generosidad no sólo a los miles y miles que durante la guerra cayeron en los campos de batalla, sino también a las almas cuyas fundaciones de misas habían sido robadas por la Revolución y confiscación de los bienes eclesiásticos.

Más recientemente Pío XI concedió una Indulgencia plenaria, aplicable a las almas del purgatorio, por la visita que se hiciese a un cementerio el 2 de noviembre y cualquier otro día de la Octava, pero con la condición de rezar por las intenciones del Romano Pontífice.

Estas son las intenciones   por las que debemos orar que la Santa Iglesia ha establecido tradicionalmente para ganar la indulgencia plenaria:

 

1. La exaltación de la Iglesia

2. La propagación de la fe.

3. La extirpación de la herejía

4. La conversión de los pecadores

5. Paz y concordia entre los príncipes (gobernantes) cristianos.

6. Todos los demás bienes del pueblo cristiano

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