viernes, 15 de septiembre de 2023

15 de Septiembre: Fiesta de los Dolores de la Santísima Virgen María

Con la lectura propia de la fiesta mariana que celebramos hoy del santoral del Año Litúrgico de  Dom Prospero Gueranger, Abad de Solesmes podemos confirmar una vez más que el señor Jorge Mario Bergoglio Sivori es un apóstata que no profesa la fe católica. Este archiHereje anticatólico disfrazado de Papa es un anticristo enemigo de la Ley de Dios y el peor enemigo de Jesucristo,  de la Iglesia y de la Santísima Virgen María.

                  «Una espada atravesará tu alma…» 

La fiesta de Nuestra Señora de los Dolores se originó en Colonia en el siglo XV como respuesta a los herejes protestantes husitas


Santoral  del Año Litúrgico de  Dom Prospero Gueranger

MARÍA LLEVADA AL TEMPLO. — Es verosímil que Ana, en compañía de Joaquín, llevase al templo a su pequeña María. Dios se la había concedido a una edad avanzada, contra toda esperanza y después de asiduas y fervorosas oraciones. Querían dar gracias al Señor, presentándola y ofreciéndosela, ya que de su misericordia la habían recibido, y al mismo tiempo pedirle realizase sus planes sobre ella. María está encantada de verse llevar al templo de Dios, el único santuario de la religión verdadera que entonces había en el mundo. Y en él, con abnegación total de sí misma, se ofrece y se consagra a Dios como víctima y esclava suya, le da cuanto es y cuanto será, todo lo que tiene y todo lo que tendrá: “Ecce ancilla Domini”.

VIDA DE MARÍA EN LA CUNA. — María niña descansa con los ojos cerrados, los dedos recogidos, entreabierta la boca y sonriente. ¡Dios mío, qué hermosa está! Ana, entregada a los quehaceres de la casa, pero sin perder de vista a su querido tesoro. Sin ella saberlo, forman los ángeles una guardia de honor alrededor de su hija, su reinecita, y llenan la casa de Joaquín como de un olor celeste que en presencia de los ancianos padres lo penetra y lo transforma todo. El balbuceo claro de la niña les enfervoriza el corazón y saca a la sencilla morada de su silencio largo y un poco triste, donde nunca se dejó oír hasta entonces voz alguna de niño. Joaquín y Ana se admiran y embelesan con todo lo de María. ¡Qué mirar tan profundo y casto el suyo! ¡Qué ternura e inteligencia posee! ¿De dónde procede esa dulzura inefable y ese fuego que los inflama para el servicio de Dios y de su misma hijita, cuando la tienen abrazada contra su corazón? Admiran a su hija y la veneran como a un tesoro que les ha confiado el cielo. Muy bajito se comunican sus sentimientos y espontáneamente les viene a los labios la pregunta admirativa de los vecinos ante la cuna de San Juan Bautista: “¿Qué será de esta criatura? Es cosa que se ve, en efecto, que la mano de Dios está con ella”. Ellos lo ignoran. Si lo supiesen, su admiración se convertiría en estupor y temblor. ¡Tan cerca se halla Dios! ¡Tan grandes cosas ha hecho el Todopoderoso por la hija que les ha dado!

“¡Cuántos favores, gracias y bendiciones derramó la divina Bondad en el corazón de la Virgen gloriosa!, prosigue diciendo San Francisco de Sales. Pero eran tan secretas e interiores, que nadie pudo conocer nada sino la que las experimentó… Este amable pimpollo tan pronto como nació empezó a emplear su lengüita en cantar las alabanzas del Señor y en servirle con todos los otros miembros. La inspiró su divina Bondad el retirarse de la casa dé sus padres e irse al templo y allí servirle de manera más perfecta. Y esta gloriosa Virgen de tal modo se conducía en esos primeros años y con tanta sabiduría y discreción vivía en la casa de sus padres, que les causaba admiración, tanto por sus discursos como por sus acciones, y no se equivocarón al pensar que esta Niña no era como ias demás, sino que gozaba ya del uso de la razón… admirable acto de sencillez el de esta niña celestial, que, aun prendida de los pechos de su madre, no deja por eso de conversar con la Majestad divina. No habló hasta llegado su tiempo, y aun entonces lo hacía como las demás niñas de su edad, pero siempre con mucha cordura. Cual manso corderino estuvo tres años en brazos de Santa Ana, y después fué destetada y llevada al Templo”.

En efecto, si María es por la edad una niña, si obra, si gorjea, si dura su niñez casi tanto como la de las demás, no debemos olvidar nunca lo que en realidad es desde el primer instante de su concepción: un instrumento preparado perfectamente por Dios con mira a la divina maternidad. Antes que sonase para ella la hora de este ministerio, que requiere no sólo la pureza del alma y de la carne, sino también la edad y el normal desarrollo del cuerpo que tenía que concebir, Dios la prepara para esta función muy por encima de las capacidades de la criatura más perfecta. Al crearla, la da el uso de la razón, la ilustra con las más amplias luces, la infunde en su voluntad el hábito de no obrar nunca sino conforme a la luz de su inteligencia iluminada por la fe. Lo que su concepción virginal obró en el que nació de ella, eso mismo lo obró la gracia en María nacida de la concepción carnal, de tal modo que en los dos resplandece una pureza semejante: pureza más gloriosa en el Hijo, porque deriva de una naturaleza libre de toda clase de pecado; pureza sólo de gracia en la Madre, que debía ser toda pura desde el primer instante de su existencia, ya que tenía que dar a luz al Purísimo; pero si Dios no hubiese intervenido, habría contraído infaliblemente por su nacimiento la mancha original.

NI IMPERFECCIÓN NI DEFECTO. — María no tuvo necesidad como nosotros de pasar de la vida purgativa a un estado de perfecta pureza. Desde el principio está ya en las alturas; a partir del primer instante el progreso de su alma sin mancha va a la par con el crecer de su cuerpo. Las luces de lo alto la iluminan cada vez más; un amor más fuerte que todo el atractivo de los bienes creados, y que se muestra cada día más invasor y dominante, la fija en Dios, a quien se ha dado por entero. En ella no cabe ningún desorden ni, sobre todo, pecado alguno. Está confirmada en gracia. El orden en ella es perfecto. Su alma totalmente unida a Dios tiene a raya las pasiones y sujetos los sentidos al servicio y al imperio amado de la voluntad de Dios. La rebelión no es en ella posible. Por su unión a un alma que así le comunica una belleza enteramente espiritual, el cuerpo no hace más que recibir la vida sin suscitar luchas ni turbaciones; es un cuerpo purísimo unido a un alma purísima y del todo sometida a ésta.

En María tampoco podemos sorprender nada, cuando estaba en la cuna, ni más tarde, de esos caprichos de niños, de esas pequeñas rebeldías, de esos aferramientos y de esas cóleras, de esos gritos y de esos lloros que con frecuencia se ven también en niños que son ya mayores. Verdaderamente la Santísima Virgen era una niña extraordinaria, niña por la edad, pero niña sobre todo en el sentido evangélico, niña, no por la ligereza, el capricho o la incostancia, sino por la docilidad tranquila, la sencillez pacífica, la total entrega a la voluntad de otro. Dueña de su inteligencia y de su querer, más ilustrada ciertamente que Joaquín y Ana en lo que es o no es conveniente, acepta de buen grado y con voluntad resuelta y alegre y, por consiguiente, con mérito, todo lo que toca a la condición natural del niño, la dependencia continua, la sujeción en todo, el puesto inferior, los mil actos de renunciamiento de que nos habló San Francisco de Sales, que se imponen a los niños sin conciencia ni mérito de parte de ellos.

La Santísima Virgen, en su infancia, sufre voluntariamente y de manera perfectísima “todas esas mortificaciones y contradicciones”; queda rebajada, según la expresión de San Francisco de Sales, porque es humilde de verdad y sólo quiere parecerse a una niña sencilla y ordinaria. “Dios, cantará más tarde, ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava”. Aunque es la primera después de Dios, y desde el primer momento la más encumbrada de las criaturas, es también la más humilde. ¡Es tan pequeño todo lo que no es Dios! Nadie lo ha comprendido aún, como esta niña, que no sabe hablar. Y nadie tampoco, ante Dios, tomó una actitud tan cabal como conviene, porque nadie, ni siquiera el serafín más encumbrado, pudo penetrar como ella en el todo de Dios y en la nada de la criatura. No obstante los inauditos dones que Dios la hizo, tiene plena conciencia de la distancia infinita que media entre Dios y ella. Y ve que en ella todo viene de Dios, que se inclinó no hacia los méritos personales, sino hacia la oscuridad, la sencillez, la pequeñez, la nada de su criatura. Por esa parte, nadie mejor que María dirije a Dios la ofrenda completa de todo lo que ha recibido; nadie como ella reconoce la soberanía absoluta de Dios, ni se entrega a su voluntad y a su beneplácito con más amor. “Heme aquí, que estoy en tus manos como un poco de cera, haz lo que quieras de mí, que a nada resistiré. Y era también tan dócil y sumisa, que la manejaba cualquiera, sin manifestar voluntad por esto o aquello, y de tal manera era condescendiente, que arrebataba en admiración. Desde entonces comenzó a imitar a su Hijo, que tan sumiso iba a estar a la voluntad de un cual quiera y que, aunque podía resistir a todos, nunca lo quiso hacer”.

DOS FIESTAS DE NUESTRA SEÑORA: LA NATIVIDAD Y LOS SIETE DOLORES. — Después de dedicar, el último recuerdo a la infancia de María y cerrar esta alegre Octava de la Natividad, he aquí que la Iglesia, sin transición, nos propone meditar hoy sobre los dolores que marcarán su vida de Madre del Mesías y de Co-Reparadora del género humano. En los días de la Octava, no venía a la mente la idea del sufrimiento, ya que entonces considerábamos la gracia, la belleza de la niña que acababa de nacer; pero, si nos hicimos la pregunta: “¿Qué será esta niña?” al instante habremos comprendido que, antes de que todas las naciones la proclamasen un día bienaventurada, María tenia que padecer con su Hijo por la salvación del mundo.

EL SUFRIMIENTO DE MARÍA. — A través de la voz de la Liturgia, Ella misma nos invita a considerar su dolor: “Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad, ved y decid si hay dolor semejante a mi dolor… Dios me ha puesto y como fijado en la desolación”. El dolor de la Santísima Virgen es obra de Dios; al predestinarla para ser la Madre de su Hijo, Dios la unió indisolublemente a la persona, a la vida, a los misterios, al sufrimiento de Jesús, para ser en la obra de la redención su fiel cooperadora. Entre el Hijo y la Madre tenía que haber comunidad perfecta de sufrimiento. Cuando ve una madre padecer a su hijo, ella padece con él y siente de rechazo todo lo que él padece; lo que lo que Jesús padeció en su cuerpo, María lo padeció en su corazón, por los mismos fines y con la misma fe y el mismo amor. “El Padre y el Hijo en la eternidad participan de la misma gloria, decía Bossuet; la Madre y el Hijo, en el tiempo participan de los mismos dolores. El Padre y el Hijo gozan de una misma fuente de felicidad; la Madre y el Hijo beben del mismo torrente de amargura. El Padre y el Hijo tienen un mismo trono; la Madre y el Hijo, una misma cruz. Si a golpes se destroza el cuerpo de Jesús, María siente todas las heridas; si se le taladra la cabeza a Jesús con espinas, María queda desgarrada con todas sus puntas; si se le ofrece hiél y vinagre, María bebe toda su amargura; si se extiende su cuerpo sobre una cruz, María sufre toda la violencia”.

CONDOLENCIA. — A esta comunidad de sufrimientos entre el Hijo y la Madre, se la da el nombre de Condolencia. Condolencia es el eco fiel y la repercusión de la Pasión. Condolerse con alguno, es padecer con él, es sentir en el corazón, como si fuesen nuestras, sus penas, sus tristezas, sus dolores. De ese modo la Condolencia fué para la Santísima Virgen la participación perfecta en los dolores y en la Pasión de su Hijo y en las disposiciones que en su sacrificio le animaban.

POR QUÉ PADECE MARÍA. — Parecería que no debía haber padecido la Santísima Virgen, ya que fué concebida sin pecado y no conoció nunca el menor mal moral. El padecer tiene que ser un gran bien, porque Dios, que tanto ama a su Hijo, se le entregó como herencia; y como, después de su Hijo, a ninguna criatura ama Dios más que a la Santísima Virgen, quiso también darla a ella el dolor como el más rico presente. Además convenía que, por la unión que tenía con su Hijo, pasase Nuestra Señora, a semejanza de él, por la muerte y por el dolor. De alguna manera era eso necesario para que aprendiésemos nosotros, de uno y de otro, cómo debemos aceptar el dolor que Dios permite para nuestro mayor bien. María se ofreció libre y voluntariamente y unió su sacrificio y su obediencia al sacrificio y a la obediencia de Jesús, para así llevar con él todo el peso de la expiación que la justicia divina exigía. Hizo bastante más que compadecerse de todos los dolores ¿e su Hijo; tomó parte realmente en la pasión con todo su ser, con su corazón y con su alma, con amor ferventísimo y con tranquilidad sencilla; padeció en su corazón todo lo que Jesús podía padecer en su carne, y hasta hay teólogos que opinaron que Nuestra Señora sintió en su cuerpo los mismos dolores que su Hijo en el suyo; podemos creer, en efecto, que María tuvo ese privilegio con el que fueron distinguidos algunos Santos.


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