EL AÑO LITÚRGICO – Dom Prospero Gueranger, Abad de Solesmes
Hoy ocupa de una manera especial la atención de la Iglesia, el segundo Misterio de la Epifanía, el Misterio del Bautismo de Cristo, en el Jordán. El Emmanuel se ha manifestado a los Magos después de haberse mostrado a los pastores; pero esta manifestación ha ocurrido en el angosto recinto de un establo de Belén, y los hombres de este mundo no han podido conocerla. En el Misterio del Jordán Cristo se manifiesta con mayor aparato. Su venida es anunciada por el Precursor; la multitud que se agolpa en torno al Bautismo de agua, es testigo del hecho; Jesús va a comenzar su vida pública. Mas ¿quién será capaz de describir la grandeza de los detalles que acompañan esta segunda Epifanía?
EL MISTERIO DEL AGUA. — La segunda Epifanía tiene por objeto, lo mismo que la primera, el bien y la salvación del género humano; pero sigamos el curso de los Misterios. La Estrella condujo a los Magos a Cristo; antes, aguardaban, esperaban; ahora creen. Comienza en el seno de la Gentilidad la fe en el Mesías. Pero no basta creer para salvarse; hay que lavar en el agua las manchas del pecado. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”: es, por tanto, tiempo de que ocurra una nueva manifestación del Hijo de Dios, con el fin de inaugurar el gran remedio que debe dar a la Fe, el poder de causar la vida eterna.
Ahora bien, los designios de la divina Sabiduría habían escogido el agua como instrumento de esa sublime regeneración de la raza humana. Por eso, al principio del mundo, se nos muestra al Espíritu divino caminando sobre las aguas, para que la naturaleza de estas concibiese ya en su seno un germen de santificación, como canta la Iglesia en el Sábado Santo. Pero las aguas debían servir a la justicia castigando a un mundo culpable, antes de ser llamadas a cumplir los designios de su misericordia. Todo el género humano, a excepción de una sola familia, desapareció, por un terrible decreto, bajo las olas del diluvio.
Sin embargo de eso, al fin de aquella espantosa escena apareció un nuevo indicio de la futura fecundidad de este predestinado elemento. La paloma que salió un momento del arca de salvación, volvió a entrar en ella, trayendo un ramo de olivo, símbolo de la paz devuelta a la tierra, después del diluvio. Pero la realización del misterio anunciado estaba todavía lejano.
En espera del día en que se había de manifestar este misterio, Dios multiplicó las figuras destinadas a mantener la esperanza de su pueblo. Así, hizo que este pueblo no llegara a la Tierra prometida, sin haber atravesado las olas del Mar Rojo; durante el misterioso paso, una columna de humo cubría a la vez la marcha de Israel y las benditas olas a las que debía la salvación.
Pero, sólo el contacto con los miembros humanos de un Dios encarnado podía comunicar a las aguas la virtud purificadora por la que suspiraba el hombre culpable. Dios había dado su Hijo al mundo, no sólo como Legislador, Redentor y Víctima de salvación, sino para ser Santificador de las aguas; en el seno, pues, de este sagrado elemento debía darle un testimonio divino y manifestarle por segunda vez.
EL BAUTISMO DE JESÚS. — Se adelanta, pues, Jesús de treinta años de edad, hacia el Jordán, río célebre ya por los prodigios proféticos operados en sus aguas. El pueblo judío, reanimado por la predicación de Juan Bautista, acudía en tropel a recibir aquel Bautismo, que si podía excitar al arrepentimiento del pecado, no conseguía borrarlo. También nuestro divino Rey se dirige hacia el río, no para buscar la santificación, pues es principio de toda santidad, sino para comunicar a las aguas la virtud de engendrar una raza nueva y santa, como canta la Iglesia. Desciende al lecho del Jordán, no como Josué para atravesarlo a pie enjuto, sino para que el Jordán le envuelva con sus olas y reciba de El, para luego comunicarla a todo el elemento, esa virtud santificadora que ya no volverá a perder nunca. Animadas por los rayos divinos del Sol de justicia, se hacen fecundas las aguas, cuando la cabeza augusta del Redentor se sumerge en su seno, ayudada por la mano temblorosa del Precursor.
EL TESTIMONIO DEL PADRE. — Pero, aún no había sido manifestado con suficiente realce el Dios humanado; era preciso que la voz del Padre resonase sobre las aguas y removiese hasta lo más profundo de sus abismos. Entonces, se dejó oír aquella Voz que había cantado David: Voz del Señor que retumba sobre las aguas, trueno del Dios majestuoso que derrumba los cedros del Líbano, (orgullo de los demonios) que apaga el fuego de la ira divina, que conmueve el desierto y anuncia un nuevo diluvio (Salmo XXVIII), un diluvio de misericordia; esta voz clamaba ahora: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias.”
De este modo se manifestó la Santidad del Emmanuel con la presencia de la celestial Paloma y con la voz del Padre, como lo había sido su realeza con el mudo testimonio de la Estrella. Realizado el misterio, dotado el elemento del agua de su nueva virtud puriflcadora, sale Jesús del Jordán, y sube a la orilla, llevando tras de sí, según opinión de los Padres, a la humanidad regenerada y santificada y dejando allí sumergidos todos sus crímenes y pecados.
COSTUMBRES. — Sin duda es importante la fiesta de Epifanía, cuyo objeto es honrar tan altos misterios; no debemos admirarnos, que la Iglesia de Oriente hiciera de este día una de las fechas para la solemne administración del Bautismo. Los antiguos monumentos de la Iglesia de las Gallas indican que esta era también la costumbre entre nuestros antepasados; más de una vez, en Oriente, según cuenta Juan Mosch, se vió llenarse el sagrado Baptisterio, con un agua milagrosa, el día de esta festividad, y vaciarse por si mismo después de la administración del Bautismo.
La Iglesia Romana, desde tiempos de San León, insistió en que se reservase a las fiestas de Pascua y Pentecostés el honor de ser los únicos días consagrados a la solemne administración del primero de los Sacramentos; pero, en muchos lugares de Occidente, se conservó y conserva aún la práctica de bendecir el agua con una solemnidad especial, el día de Epifanía. La Iglesia de Oriente guardó celosamente esta costumbre. La función se desarrolla ordinariamente en la Iglesia; pero, a veces, el Pontífice se traslada a orillas de un río, acompañado de los sacerdotes y ministros revestidos de sus más ricos ornamentos, y seguido de todo el pueblo. Después de recitar oraciones de una gran belleza, que sentimos no poder citar, el Pontífice sumerge en las aguas una cruz engastada en pedrería que representa a Cristo, imitando de esta suerte la acción del Precursor. En San Petersburgo, la ceremonia se realizaba en otros tiempos sobre el Neva, introduciendo el Metropolitano la cruz en las aguas, a través de una abertura practicada en el hielo. Este rito se observa de manera parecida en las Iglesias de Occidente que han conservado la costumbre de bendecir el agua en la fiesta de Epifanía.
Los fieles se apresuran a extraer del río el agua santificada, y San Juan Crisóstomo, en su Homilía venticuatro sobre el Bautismo de Cristo afirma, poniendo por testigos a sus oyentes, que esta agua no se corrompía. Idéntico prodigio fué muchas veces observado en Occidente.
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