”La primera flor de santidad que América del Sur dió al mundo: la virgen Rosa…”! Con esta palabra de gozo y admiración comienza la Iglesia el elogio de la joven virgen que en el Nuevo mundo iba a reproducir tantas proezas de la santidad de Catalina de Sena y a servir de preludio a la sencillez de la infancia espiritual de Santa Teresita de Lisieux.
CONQUISTA DE AMÉRICA. — Apenas había transcurrido un siglo desde aquel día en que España terminada su larga Cruzada contra los moros, se dirigía al poniente y descubría un mundo nuevo y dilatado. Y hacia él envió no sólo sus héroes y sus exploradores, sino también sus mejores hijos, es decir, sus misioneros, con el fin de anunciar a los pueblos paganos la buena nueva del Evangelio, de despertar sus inteligencias al conocimiento del verdadero Dios y consagrar sus obras al divino servicio. Por desgracia, a América no sólo llegó gente desinteresada y sin más miras que implantar la civilización cristiana; fueron también aventureros, cuya crueldad y sed de oro eran el azote de los indios.
Las pobres gentes pronto se vieron saqueadas y exterminadas por aquellos extranjeros que les daban el mal ejemplo de todos los vicios y los trataban como esclavos. En Lima, construida al pie de las cordilleras como la metrópoli de una de las provincias conquistadas, era tal la corrupción, que San Francisco Solano tuvo que imitar al profeta Jonás y amenazarla, como a Nínive, con los castigos divinos.
LA FLOR DE SANTIDAD. — Pero la misericordia de Dios había tomado ya la delantera; la justicía y Ia paz se hablan dádo el beso en el alma de una niña siempre pronta a todas las expiaciones e insaciable de amor. ¡Cómo nos gustaría detenernos a contemplar a la virgen peruana en su heroísmo siempre desconocido, en su gracia tan candida y tan pura! Rosa sólo tuvo suavidades de bálsamo para los que la trataban, y guardó para sí el secreto de las espinas, sin las cuales no se dan las rosas en este mundo. Como si hubiese nacido de la sonrisa de María, arroba ai Niño Jesús, que la quiere en su corazón. Las flores la reconocen por reina y en cada estación las ve que responden a su deseo; a su invitación, las plantas se agitan gozosas, los árboles inclinan sus ramas, toda la naturaleza salta de contento, los insectos organizan coros, rivalizan con ella en armonía los pájaros para celebrar al Creador. Ella misma canta recordando los nombres de su padre y de su madre, Gaspar de las Flores y María de Oliva, diciendo: “¡Oh Jesús mío, qué hermoso eres entre las flores y las olivas; no desdeñes tampoco a esta tu Rosa!”
En las sobrehumanas torturas de su última enfermedad, a los que la exhortaban a tener ánimos, respondía ella: “Lo que pido a mi Esposo es que no termine nunca de abrasarme en los más agudos ardores, hasta que me convierta en el fruto maduro que se digna recibir de este mundo en su mesa de los cielos.” Y, como se admirasen de su seguridad, de su certeza de ir derechamente al paraíso, añade con vehemencia estas palabras que revelan otro aspecto de su alma: “Tengo un Esposo que puede todo lo que se puede hacer y que posee las mayores maravillas que pueden existir; y no me puedo figurar que voy a recibir de él cosas pequeñas.”
VIDA.— Rosa nació en Lima, Perú, el 20 de abril de 1586, de una familia de origen español. En el bautismo la pusieron el nombre de Isabel, pero por la frescura de su tez la llamaron Rosa. En su infancia y vida breve fué probada con dolores y con la pobreza de sus Padres. Tomó por modelo a Santa Catalina de Sena y, a imitación suya, vivía en casa como verdadera religa y casi reclusa. Amaba la soledad, se imponía rudas penitencias por la conversión de los infieles y de los malos cristianos, y cuidaba y consolaba a sus padres. Se inscribió en la Orden Tercera de Santo Domingo, cuyo hábito llevaba, y murió a los 31 años 24 de agosto de 1617. Dieron fe de su santidad num rosos milagros y Clemente IX la beatificó en 1668 y luego Clemente X el 12 de abril de 1671 la canonize. Su fiesta se extendió a la Iglesia universal, y sus reliquias se veneran en Lima y, en la Iglesia de Santa María de la Minerva, en Roma.
PLEGARIA POR AMÉRICA. — Patrona de tu patria de este mundo, vela siempre por ella. Corresponde a su confianza, aun en el orden de la vida presente, amparándola en los terremotos y en las conmociones políticas. Extiende tu acción tutelar a las repúblicas jóvenes que la rodean y que te veneran también; de igual modo que a tu tierra natal, protégelas contra el espejismo de las utopías que llegan de nuestro viejo mundo, contra las revoluciones y las ilusiones de su propia juventud, contra las sectas condenadas que acabarían por sacudir hasta su fe siempre viva. Y, finalmente, Rosa amada del Señor, echa una sonrisa a toda la Iglesia, que hoy se siente arrebatada por tus celestiales encantos. A semejanza de ella, todos queremos correr en pos del olor de tus perfumes.
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