– Año litúrgico de Dom Prospero Gueranger, Abad de Solesmes 📅
La Asunción de Nuestra Señora es una de nuestras solemnidades litúrgicas más alegres.
“Gaudent Angelí! Gaudete, quia cum Christo regnat”. La Iglesia del Cielo y la de la tierra se unen a la dicha infinita de Dios que acoge y corona a su Madre. Ambas a dos celebran con amor la alegría virginal de la que entra, ya para siempre, en el mismo gozo de su propio Hijo. Angeles y santos se apresuran a aclamar a su Reina, mientras la tierra se regocija también de haber dado al Cielo la joya más brillante.
GLORIFICACIÓN DEL ALMA DE NUESTRA SEÑORA. Hoy es el “día natal” de Nuestra Señora, en el cual celebramos al mismo tiempo el triunfo de su alma y el de su cuerpo. Detengámonos un instante ante esta glorificación del espíritu, tal vez menos advertida por ser común a todos los Santos. La entrada del alma de María en la visión beatífica es un hecho de un esplendor y de una riqueza que arroja una luz incomparable sobre nuestras más altas esperanzas. Cierto que no nos podemos figurar la belleza de esta suprema “revelación”, donde la mirada tan pura ya y tan penetrante de la más perfecta de las criaturas se ha dilatado repentinamente ante un abismo de Belleza infinita. Intentemos al menos, con la ayuda de la gracia divina, levantar nuestros pensamientos hacia la cumbre, misteriosa todavía para nuestra vista, en la cual se realiza este prodigio.
Y, efectivamente, bien se la puede llamar cumbre, ya que es el término de un constante y largo subir. Llena de gracia en el instante mismo de su Concepción, la Inmaculada no cesó nunca de crecer en este mundo ante el Altísimo.
La Anunciación, Navidad, el Calvario y Pentecostés han jalonado ese crecimiento extraordinario. El amor virginal y maternal se han enriquecido y elevado en cada una de esas etapas, tendiendo hacia una cima a la que ninguna otra pura criatura podrá llegar nunca. La luz de gloria que de repente invade al alma de María y la hace ver en toda su magnificencia las grandezas de su Hijo y su propia dignidad maternal, sobrepuja también, y con mucho, a la gloria de todos los Angeles y de todos los Santos. Después de la santa Humanidad de Cristo, sentado a la diestra del Padre en el Santuario de la Divinidad, no hay nada en el mundo tan perfecto como esta alma maternal, radiante de pureza, de beldad, de ternura y de alegría: Beata Mater!
Esta entrada triunfal en la eterna Bienaventuranza ¿hará posible en el alma de María un nuevo crecimiento? En cuanto a ella misma, no: todo se ha cumplido de manera perfecta; no es posible crecer en la Eternidad. Totalmente abierta a los esplendores del Verbo, Hijo suyo, en el alma de María se realizan por fin de modo acabado todas las exigencias de su vocación sublime. Su alma es el alma de una Madre de Dios perfecta.
Pero María sólo tuvo por Hijo a Jesús. Madre de Dios Salvador, lo es también de todos los que vayan a beber en las fuentes de la salvación. Su maternidad de gracia irá amplificándose hasta el fin del mundo. El alma de María ve en la luz beatífica a todos sus hijos y todos los designios de Dios sobre cada uno de ellos: pronunciando un fiat a impulsos del amor, da su consentimiento a esta universal Providencia, en la que, por disposición divina, su propia intervención no tiene límites. De esta manera se une al Sumo Sacerdote que no cesa un instante de implorar en nuestro favor la Misericordia del Padre. Su oración consigue para la Iglesia de la que es figura y dechado, una Asunción permanente hasta que se logre de un modo definitivo la “plenitud” del Cuerpo Místico. Mientras llega esa apoteosis, el alma bienaventurada de María, “emplea su cielo en hacer bien en la tierra”, mejor que cualquier otro santo. Demos, pues, libre curso al entusiasmo de nuestra alegría. A nuestra confianza filial añadamos la gratitud. Celebremos dignamente a nuestra Abogada, Mediadora y Madre, que ocupa el puesto de Reina junto al trono del Cordero.
FE DE LA IGLESIA EN LA ASUNCIÓN DE MARÍA. — Hace ya muchos siglos, sin que nadie haya podido puntualizar de un modo exacto cuándo empezó esta creencia, afirma la Iglesia católica que el cuerpo de María está en el Cielo, unido a su alma gloriosa. Este privilegio del Cuerpo de Nuestra Señora es lo que distingue al misterio de la Asunción. El primero de noviembre del Año Santo de 1950, el Papa Pío XII, atendiendo a los votos unánimes de los obispos y de los fieles, proclamó solemnemente como “dogma revelado, que María, la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen, al fin de su vida terrestre fué elevada en alma y cuerpo a la gloria del Cielo”. (Bula dogmática “Munificentissimus Deus.”)
La definición no puntualiza si Maria pasó sin morir de la Tierra al Cielo, o si tuvo que morir, como su Hijo, y resucitar antes de entrar en la gloria. El privilegio insigne de la Concepción Inmaculada, la virginidad y la perfecta santidadde María, ciertamente la podían haber hecho inmortal. Pero la Madre del Salvador, que imitó siempre a su Hijo fidelísimamente, quiso sin duda seguirle hasta la tumba. ¿Acaso no debiaella, como El y todos nosotros, triunfar principalmente y de modo completo del pecado y de la muerte mediante una gloriosa resurrección?
LAS LEYENDAS. — Algunas leyendas apócrifas que se propagaron al fin del siglo cuarto, han vulgarizado diversos relatos espectaculares, maravillosos y a veces incoherentes sobre la muerte de María y el traslado de su cuerpo al Paraíso. Los apóstoles, según esas leyendas, se reunieron de modo milagroso junto a la Madre del Salvador, y estuvieron presentes a su muerte y a sus funerales. Santo Tomás, que llegó bastante más tarde, motivó la apertura del sepulcro y entonces se pudieron cerciorar de que el cuerpo de la Santísima Virgen había sido trasladado a un sitio solamente conocido de Dios. Es del todo necesario distinguir entre nuestra fe y nuestras verdades teológicas, por una parte, y esos documentos de ningún valor, que tal vez nacieron en el seno de comunidades heréticas, por otra. La predicación y la enseñanza pastoral nada tiene que aprender de las adiciones desacertadamente hechas al relato evangélico de la resurrección del Señor. En vez de servir de fundamento a la fe de la Iglesia en la Asunción, esas leyendas retrasaron por muchos siglos la unanimidad perfecta de la creencia católica. El pensamiento cristiano tuvo primero que desprenderse de su desafortunada influencia, para llegar a distinguir claramente los verdaderos motivos que inducen a considerar la Asunción corporal de María como una verdad, de fe.
CREENCIA UNÁNIME. — ¿Cuál es, pues, el motivo por el que ha podido el Romano Pontífice definir como dogma de fe la Asunción? La Bula pontificia lo declara expresamente: el asentimiento unánime de los Obispos y de las Iglesias actualmente en comunión con la Sede Apostólica. Esta convicción universal de los Pastores y de sus fieles nunca habría sido posible a no estar su objeto contenido de un modo cierto en la Revelación.
FUENTES ESCRITURARIAS. — Mas ¿en qué fuente de la revelación cristiana se halla contenida la verdad de la Asunción? En los documentos de la primitiva Iglesia no hay tradición oral de origen apostólico que haya dejado rastro alguno. El Apocalipsis tal vez haga alusión indirecta al describir la Iglesia en estos términos: “Una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida del Sol, con la luna debajo de sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas. La, Madre de Dios es, ya lo hemos dicho, figura y dechado perfecto de la Iglesia; por eso, es posible que en esta ocasión haya aludido San Juan indirectamente a la presencia de María en el Cielo.
Lo cierto, al menos, es que nuestros sagrados Libros atribuyen a María títulos y una función providencial, cuyo conjunto reclama, como coronamiento normal, el privilegio de la Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Al dar un sentido marial al versículo del Génesis conocido con el nombre de Protoevangelio: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre su raza y la tuya. Esta te aplastará la cabeza”, la tradición cristiana auténticamente expresada en la Bula dogmática Ineffabilis, vió en este oráculo divino el anuncio del triunfo completo de Cristo y de su Madre sobre el pecado y todas sus consecuencias. En este texto se apoyó Pío IX para definir la Inmaculada Concepción: no es imposible tampoco ver en él una revelación implícita del triunfo perfecto de María sobre la muerte.
Sea lo que fuere de este texto misterioso, vemos que el Evangelio asocia constantemente a María a los actos esenciales de la Redención, sobre todo al sacrificio de la Cruz: ¿cómo creer que no estará corporalmente unida al Hijo en el ejercicio actual de su sacerdocio celeste? Es también el Evangelio quien proclama a María “llena de gracia”, “bendita entre todas las mujeres”, y, sobre todo “Madre del Señor”: otros tantos títulos que, como veremos, constituyen una revelación implícita de la glorificación inmediata de su alma y de su cuerpo.
LA FALTA DE RELIQUIAS. — Pero tenemos que reconocer que los primeros siglos cristianos no tuvieron un conocimiento positivo y exacto de la Asunción de María. A pesar de todo, hay un hecho significativo que merece consideración: nunca se pensó, en parte alguna, reclamar la posesión del cuerpo de la Santísima Virgen, ni tampoco en buscar sus restos. Cuando a las reliquias de los santos se las honraba tanto, abstención tan radical tiene el valor de un indicio seguro. Parece que ya en aquellos tiempos remotos no se podía pensar que el cuerpo de Maríahubiese quedado en la tierra. San Epifanio, muerto en 377 después de haber vivido mucho tiempo en Palestina, confiesa su ignorancia sobre la muerte y sepultura de María; ni en unalinea siquiera de sus escritos se insinúa que los restos mortales de la Virgen se conserven en este mundo. Lo que pone en tela de juicio son los relatos maravillosos que empiezan a propagarse a este respecto; también se pregunta si María murió y si fué mártir: y declara que no se puede responder nada acerca de todas estas cuestiones. Sin dar por cierta jamás la Asunción parece que de propósito tampoco la excluye.
Fué a principios del siglo v, en tiempos del Concilio de Efeso, cuando el pensamiento católico, aficionado de modo particular a la doctrina mariana, empieza a tratar explícitamente de la suerte que ha podido tener el cuerpo de María. Los relatos apócrifos expresan de una manera impertinente y desacertada una verdad que por sí misma se impone a las almas ilustradas por la fe: el cuerpo de María no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro: Dios le trasladó de modo mi1lagroso al Paraíso.
ORIGEN DE LA FIESTA DE LA ASUNCIÓN. — Por esta época no hay más que dos liturgias, la siriaca y la egipcia, que tomen de los relatos apócrifos la descripción de la “dormición” de María. Desde 450 tiene Jerusalén su fiesta anual de la Madre de Dios fijada el 15 de agosto: pero durante dos siglos el oficio no dirá una sola palabra sobre el hecho de la Asunción. Un decreto del Emperador Mauricio, principios del siglo VII, instituye en Bizancio la fiesta de la Dormición de Nuestra Señora. La entrada del Cuerpo de María en la gloria llega pronto a ser el objeto principal de la solemnidad, tal vez por la influencia de los apócrifos, y más que nada en virtud del sentido profundo que posee la Iglesia respecto a las verdades de la fe. Hacia el año 650 la fiesta de la Asunción se introduce en Roma. Por ese tiempo, y acaso un poco antes, la Asunción (de igual modo que en Galia por el influjo de los apócrifos en San Gregorio de Tours) es objeto de una conmemoración solemne que se celebra al principio el 18 de enero, y después el 15 de agosto.
LA FIESTA EN ROMA. — La celebración de la Asunción por la Iglesia romana constituía, por el valor mismo de la doctrina, un hecho de capital importancia. Y hecho más notable todavía: Roma aceptaba de su cuenta y riesgo la creencia en la Asunción, sin adherirse a las leyendas. Su liturgia sólo contiene una alusión a la Asunción, pero es de una precisión admirable y reduce todo el problema al punto principal: nos referimos a la célebre oración “Veneranda nobis”, que se recitaba al empezar la procesión que precedía a la Misa. “Señor, debemos venerar la fiesta de este día, en el cual la Santa Madre de Dios padeció muerte temporal: con todo, no pudo ser retenida por los lazos de la muerte, la que había engendrado de su propia sustancia a tu Hijo encarnado, Nuestro Señor.”
No se podía ser a la vez más sobrio, más completo, ni más exacto. Se afirma de modo claro la creencia en la muerte, en la resurrección y en la Asunción corporal de María. Se añade el motivo fundamental de esta convicción: la Maternidad divina, o mejor dicho, el hecho de que la carne de Cristo, Verbo Encarnado, se tomó de la carne de María. Esta joya de la liturgia marial data al menos de principios del siglo octavo, tiempo en que, en Oriente, San Andrés, Obispo de Creta de 711 a 720, predicando un Triduo sobre la Dormición de Nuestra Señora, exponía el dogma de la Asunción basándose puramente en la doctrina y sin hacer caso de las tradiciones apócrifas.
San Germán de Constantinopla y San Juan Crisóstomo, menos prudentes y menos reservados, sabrán también relacionar la Asunción con sus fuentes auténticas. Conviene que citemos siquiera algunas líneas de sus admirables homilías.
SERMÓN DE SAN GERMÁN. — “Cómo, exclama Germán, habrías podido tolerar la Concepción y deshacerte en polvo, tú, que libraste al género Humano de la corrupción de la muerte en virtud de la carne que el Hijo de Dios recibió de ti…
“Era imposible que el vaso de tu Cuerpo, que estaba lleno de Dios, se redujese a polvo como una carne ordinaria. El que se anonadó en ti, es Dios desde el principio y, por consiguiente, vida anterior a todos los siglos; por esto, era necesario que la Madre de la Vida habitase con la Vida; que yaciese muerta como para dormitar unos instantes, y que el “tránsito” de esta Madre de la Vida fuese como un despertar.
“Un niño muy querido ansia la presencia de su madre y, recíprocamente, la madre suspira por vivir con su hijo. Era justo, por tanto, que tú subieses a donde está tu Hijo, tú, cuyo corazón ardía en amor de Dios, fruto de tu vientre; justo también que Dios, por el afecto filial que profesaba a su Madre, la llamase junto a Sí, para que allí viviese en su intimidad. En un segundo Sermón, vuelve al mismo pensamiento en términos aún más exactos. “En ti misma tienes tu propia alabanza, ya que eres la Madre de Dios… Y por eso, no convenía que tu Cuerpo, un cuerpo que había llevado a Dios, fuese entregado como botín a la corrupción de la Muerte”. En adelante, estas consideraciones darán materia a todos los Sermones sobre la Dormición o Asunción de Nuestra Señora. “Los discursos de San Juan Damasceno sobre la preciosa muerte y la Asunción de María, escribe el Padre Terrien, son un himno continuo cantado en honor de esta Virgen bendita. Todos sus privilegios, todas sus gracias, todos los tesoros de que tan prodigiosamente fué enriquecida por el cielo, se recuerdan ahí, y todos van a parar a la Maternidad divina, como los rayos de luz a su centro”.
A partir de este momento el Oriente ha quedado definitivamente ganado a la creencia tradicional en la Asunción de la Santísima Virgen. Su pensamiento permanecerá invariable hasta nuestros días.
LA CREENCIA EN OCCIDENTE. — En Occidente sé. van a levantar dificultades. Dócil a las enseñanzas de la liturgia, el pueblo cristiano en su conjunto se adhiere sin restricciones a la doctrina de la Asunción; pero los teólogos, al menos en la Galia, vacilan y tienen miedo a los apócrifos. Sin negar la Asunción, no quieren tampoco ligar a ella la fe de la Iglesia. En tiempo de Carlomagno, un capitular de Aix-la-Chapelle (hacia el año 809) omite provisionalmente la Asunción en la nomenclatura de las fiestas de Nuestra Señora; habrá que examinar si debe conservarse. La respuesta afirmativa se dará en 813 en el Concilio de Maguncia.
La inquietud aumenta a mediados del siglo ix. La noticia de la Asunción en el Martirologio de Adón deja voluntariamente en duda la cuestión de la Asunción corporal: rechaza los “datos frivolos y apócrifos” que se han propagado sobre el asunto. Por la misma época, el Abad de Corbeya Pascasio Radberto dirige a unas religiosas un largo Sermón, “Cogitis me”, en el que se hace pasar por San Jerónimo. Celebra con expresiones conmovedoras la muerte gloriosa de María. Pero su tratado empieza por infundir desconfianza respecto al relato del “Paso” de María de la tierra al Cielo. Según él, no se sabe de cierto en qué lugar está el Cuerpo de María. Es una reacción, exagerada ciertamente, pero en el fondo muy sana contra una credulidad demasiado fácil en lo relacionado con los apócrifos, entonces muy en boga en las Iglesias de la Galia. (La liturgia galicana había hecho extractos muy extensos de tales escritos.) Lo más curioso de este episodio es que el Sermón “Cogitis me” pasó pronto, con el nombre de San Jerónimo, a las lecciones del Breviario que se leían durante la Octava de la Asunción. Fué necesaria la reforma de San Pío V para eliminar de la liturgia un texto que en un punto importante se apartaba del pensamiento común de la Iglesia.
Los espíritus permanecieron vacilantes los dos siglos siguientes a la aparición del Sermón Cogitis me: San Bernardo, por ejemplo, no se atreverá nunca a afirmar expresamente la Asunción corporal de María. Pero nada hay que haga suponer que el clero y los fieles en general cornal partiesen los escrúpulos de los eruditos. La liturgia romana, extendida por todo el Occidente, celebraba la Asunción de María, que para la mayor parte de los cristianos era la Asunción corporal: la Colecta “Veneranda” afirmaba siempre de modo claro la creencia común sin ligarla en manera alguna a los documentos apócrifos.
EL PSEUDO-AGUSTÍN. — Hacia fines del siglo X o principios del siguiente, un libro nuevo sobre la Asunción, de autor desconocido todavía hoyí pero atribuido muy pronto a San Agustín, estaba llamado a ejercer rápidamente sobre el pensamiento teológico una influencia decisiva. Ya no se trataba de rehabilitar las leyendas apócrifas descalificadas en lo sucesivo, sino de sentar la verdad de la Asunción corporal de María sobre bases escriturarias y doctrinales inconmovibles. Este tratadito sobre la Asunción es una obra maestra y profunda. Procede con orden, sin disgresiones, conforme al método escolástico: una sólida y sana devoción mariaria es el alma de la exposición aparentemente austera. Se ve la mano de un gran maestro y de un hombre de fe. En toda la tradición cristiana, no existe tratado teológico más bello sobre la Asunción corporal de María. Tenemos que citar al menos las últimas líneas.
“Nadie podrá negar que Cristo haya podido conceder a María este privilegio (de la Asunción corporal). Ahora bien, si pudo, lo quiso: porque quiere todo lo que es justo y conveniente. Se puede, pues, con razón concluir: María goza en su cuerpo, igualmente que en su alma, de una felicidad inefable en su Hijo y con su Hijo; se vió libre de la corrupción de la muerte, ella que, al dar a luz un Hijo tan excelente, quedó consagrada en su integridad virginal; vive toda ella, la que nos comunicó a nosotros la vida perfecta; está con Aquel a quien llevó en su seno, con Aquel a quien concibió, dió a luz y alimentó de su ser; es Madre de Dios, Nodriza de Dios, Sierva de Dios, Compañera inseparable de Dios. De mi parte, no me atrevo a hablar de otro modo, como no me atrevería a pensar de distinta manera”.
Este tratado, que había vuelto a poner la cuestión de la Asunción corporal de María en su verdadero terreno dogmático, iba a su vez a ejercer una gran influencia no sólo en los predicadores, sino también en los teólogos. En el siglo de oro de la Teología, el asentimiento será unánime: San Alberto Magno, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino hablarán de la Asunción corporal como de una verdad admitida en toda la Iglesia. En adelante la causa está totalmente ganada. En la Francia del siglo XVII, los eruditos humanistas suscitarán algunas dudas: no se trata, con todo, de negar el hecho de lal Asunción, sino más bien de discutir las bases históricas. La lucha, envenenada por algunos desaciertos, se terminará por falta de combatientes.
LA INMACULADA CONCEPCIÓN Y LA ASUNCIÓN. —Con la definición solemne del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, tenía que hacerse nuevamente actual la doctrina de la Asunción. Los dos privilegios de María se sostienen mutuamente. Apóyanse en fundamentos comunes. Y así, no nos admira que quince años más tarde, en el Concilio Vaticano, un número considerable de obispos dirigiese una súplica al Soberano Pontífice en favor de la definición dogmática de la Asunción corporal de María.
El magnífico impulso que el Sumo Pontífice León XIII imprimió a los estudios marianos y que luego continuó San Pío X, no pudo menos de contribuir a que se afianzase más y más el pensamiento cristiano. Pero la Santa Sede se mantuvo circunspecta y exigente: fué San Pío X quien, respondiendo a una petición todavía no madura, dijo que la cuestión “debía aún estudiarse mucho tiempo”.
ACTUACIÓN DE S. S. Pío XII. — Estaba reservado al Papa Pío XII dar cima a esta lenta penetración del dogma. Desde el principio de su Pontificado, al fijar la fiesta del Inmaculado Corazón de María en el día de la Octava de la Asunción, el Padre Santo alentaba una devoción que daba por supuesto que el Cuerpo glorioso de la Santísima Virgen se hallaba actualmente en la gloria. El paso decisivo se dió en 1946 al dirigir S. S. a todos los obispos del orbe católico un cuestionario sobre la creencia en la Asunción corporal del María y la oportunidad de una definición. Las respuestas fueron casi todas favorables: de por sí constituían un testimonio moralmente unánime de la Iglesia universal en favor de la verdad dogmática de la Asunción. El 14 de agosto de 1950 el Padre Santo anunciaba, por fin, que, para clausurar el año del Gran Jubileo, proclamaría solemnemente el dogma mañano y fijaba la ceremonia para el 1.° de noviembre, festividad de todos los Santos. Idea admirable que asociaba la Iglesia triunfante a la alegría de los católicos de todo el mundo llegados en multitudes para aplaudir el triunfo de María.
Esta continuidad maravillosa en la adhesión de la Iglesia a la doctrina de la Asunción es uno de los más bellos testimonios de su vida colectiva. Y lo que es tal vez más maravilloso, es que esta adhesión permanente se ha sostenido en las horas más difíciles por la afirmación discreta pero perfectamente equilibrada de la liturgia romana. A partir del siglo vn, la Iglesia de Occidente, de hecho, no ha dejado nunca de celebrar la Asunción corporal de María y esta celebración fué el instrumento providencial por el que la luz divina penetró profundamente en el espíritu de los Pastores y de los Fieles. Al cantar alegres “Assumptci est Maria in caelum”, su pensamiento quedaba prendido como por instinto en la gloria total de María. No se ponía la cuestión crítica preguntándose si el triunfo era para el alma sola. Era María, la Madre de Dios, Madre por su Cuerpo y por su Alma, a la que veían elevarse a la gloria.
MISA
Con ocasión de la definición del dogma, que revistió de nuevo esplendor a la antigua fiesta de la Asunción, la antigua Misa del 15 de agosto, fué reemplazada por otra nueva, obligatoria a partir de 1951.
La melodía del Introito Signum magnum tiene un carácter muy marcado de alegría y de; admiración entusiasta, a la vez que de gravedad y de solemne afirmación. Se presta a maravilla al fin que desempeña, que es acompañar la entrada del Pontífice escoltado de todos sus ministros y empezar una función ordenada, en cierto modo, a poner ante nuestra vista la glorificación de Muestra Señora, que aparece rodeada de luz y de gloria en lo más alto de los cielos.
Es verdaderamente una gran Señal, un gran prodigio el que vió San Juan: la Madre del Salvador, personificación de la Iglesia, esposa de Cristo, subiendo corporalmente al cielo. Y es un gran Signo el que Dios dió a su Iglesia en la mañana del día primero de noviembre de 1950, con la proclamación del dogma que recuerda a los hombres su destino sobrenatural y les da la confianza de ser ayudados en su ascensión hacia el cielo por su Madre, que vive allí.
INTROITO
Un gran signo apareció en el cielo: una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas. — Salmo: Cantad al Señor un cántico nuevo, pues ha obrado prodigios. V. Gloria al Padre.
La Colecta relaciona la Inmaculada Concepción y la Virginidad de María con la Asunción corporal. Los tres misterios, en efecto, están íntimamente unidos y se iluminan mutuamente y nos hacen comprender la unidad profunda de la vida de amor y de pureza que nunca dejó de crecer en la Virgen Santísima. La oración se termina pidiendo para nosotros el fruto especial del misterio: una vida interior orientada hacia el cielo y coronada por la esperanza gozosa de volver a encontrar un día a nuestra gloriosa Madre.
COLECTA
Omnipotente y sempiterno Dios, que has llevado en cuerpo y alma, a la gloria celestial, a la Inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo; haz, te rogamos, que siempre atentos a los bienes de arriba merezcamos ser asociados a su gloria. Por el mismo Nuestro Señor Jesucristo.
EPISTOLA
Lección del Libro de Judit (Jud., XIII, 22-25; XV, 10).
El Señor te ha bendecido en su fuerza, pues por medio de ti ha reducido a la nada a nuestros enemigos. Has sido bendecida, hija mía, por el Señor, el Dios Altísimo, más que todas las mujeres de la tierra. Bendito sea el Señor, Criador del Cielo y de la tierra, que dirigió tu mano para cortar la cabeza al caudillo de nuestros enemigos; porque hoy ha hecho tu nombre tan glorioso, que tu alabanza no desaparecerá de la boca de los hombres, que se acordarán eternamente del poder del Señor; pues, en favor suyo, no perdón naste tu vida al ver las angustias y las aflicciones de tu pueblo, sino que le salvaste de la ruina andando en presencia de nuestro Dios. Tú eres la gloria de Jerusalén, la alegría de Israel y la honra de nuestro pueblo.
LAS VICTORIAS DE MARÍA. — En la fiesta de los Dolores leemos estos mismos versículos del libro de Judit. La vocación de la Santísima Virgen se parece, en efecto, a la del Señor: “Era preciso que Cristo sufriese para entrar en su gloria” y del mismo modo fué necesario que una espada ¡je dolor penetrase el alma de su Madre para asociarla al triunfo y a la gloria de Jesús.
Hoy más que nunca se nos presenta como Reina, viva y triunfante en el cielo. También nuestros cantos de gozo se unen a la alabanza de Santa Isabel para saludarla “bendita entre todas las mujeres”. El gran sacerdote Onías lo decía a Judit mucho antes de la Encarnación: ¡cuánto más podemos y debemos dirigir nosotros estas palabras a la que es más temible al demonio que todo el ejército de los cristianos, la cual, en el Calvario, unida a su Hijo inmolado, aplastó la cabeza de la serpiente!
Desde entonces las victorias de María se han sucedido sin interrupción. Como no hay gracia que no nos venga por María, todas las victorias de la Iglesia, todas las victorias de un cristiano sobre Satanás, son victorias de María. No nos quepa duda de que el triunfo ofrecido por Su Santidad Pío XII a la Reina del Cielo y de la tierra, sea la señal de una serie de victorias para la Santa Madre Iglesia, como lo fué hace ya casi un siglo la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.
El Gradual invita al alma de la Virgen, a olvidarlo todo, a mirar al Rey prendado de su belleza, a responder a su llamada insistente. Y la nota de esta llamada de Dios es una alegría desbordante y llena de admiración. Toda la Iglesia canta con María las maravillas del amor que serán herencia suya en adelante, la felicidad en la que ha entrado para siempre.
El Versículo del Aleluya no es más que la expresión entusiasta y vibrante de la fe de la Igie sia en la Asunción corporal de María.
GRADUAL
Oye, hija, mira e inclina el oído, y el Rey quedará prendado de tu hermosura. V. La hija del Rey entra toda resplandeciente; su vestido está hecho de tisú de oro.
Aleluya, aleluya. V. María ha sido elevada al cielo el ejército de los ángeles se goza. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Lucas (Luc., I, 41-50).
En aquel tiempo Isabel fué llena del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: Bendita eres entre, las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. Y ¿de dónde viene este honor, que la Madre de mi Señor! venga a mí? Pues tu voz, en cuanto me has saludado no ha hecho más que herir mi oído, y mi niño ha saltado de gozo en mi seno. Eres feliz por haber creído en el cumplimiento de las cosas que te han dicho departe del Señor. Y María dijo: Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se goza de alegría en Dios mi Salvador, porque ha mirado la bajeza de su esclava. En adelante todas las naciones me llamarán bienaventurada, pues el Todopoderoso ha obrado en mí grandes cosas. Su nombre es santo, y su misericordia se extiende de un siglo a otro siglo sobre los que le temen.
LA ORACIÓN DE MARÍA. — Las estrofas del Magnificatien su sentido profundo, no dejaban de ser la expresión de la oración habitual de María, aunque hayan brotado espontáneamente de sus labios en casa de su prima Santa Isabel. Había sacado las palabras de la Sagrada Escritura y se las supo aplicar al contemplar en el silencio las maravillas que Dios obraba en ella y para ella. No podemos poner en duda que esas palabras tuvieron que ser la oración de toda su vida. Todos los días canta la Iglesia el Magníficat; en cada solemnidad encuentra en él un sentido nuevo y más profundo. María le repitió en Nazaret, en Caná, después de la Resurrección, en el Monte de los Olivos al subir Jesús al cielo: y muchos autores espirituales pensaron que también le cantó en su martirizado corazón al bajar del Calvario la tarde del Viernes Santo.
Pero, ¿con cuánta más razón debe ser el Magníficat la oración de la Santísima Virgen en este día en que Dios la colma de sus gracias y favores como a Madre de su Hijo, elevándola corporalmente al cielo y coronándola Reina de todo lo creado?
MAGNÍFICAT. — Su alma en la plenitud de la perfección y su espíritu iluminado por la visión beatífica, glorifican al Señor y gustan ya para siempre la Salvación que se la ha concedido como a ninguna otra criatura.
No olvida que sólo era una minúscula criatura, “la esclava del Señor”, y que por pura bondad, sin méritos de su parte, Dios puso los ojos en ella.
Y he aquí que todos los siglos la proclama rán bienaventurada. Bien lo sabemos nosotros nosotros, que, al preguntar a ia historia, vemos las señales que ha dejado de su culto y de su amor hacia la Virgen Inmaculada; nosotros, que estuvimos presentes, o a quienes las ondas nos hicieron como presentes, en la Plaza de San Pedro de Roma, aquella mañana de Todos los Santos de 1950, y aclamamos a la Virgen Asunta, con aclamaciones entusiastas e interminables.
Verdaderamente, “grandes cosas” ha obrado en María El que es Todopoderoso. No acertaríamos a declarar una por una todas estas gran, des cosas, pero en la fiesta presente vemos el coronamiento con la Asunción a los cielos.
Y esta dicha no es sólo de María. También nosotros nos gozamos, no únicamente por saber que nuestra Madre es feliz junto a Dios, sino por creer que un día nos reuniremos con ella; la misericordia divina es para todos los que te men al Señor, para todos los que le sirven con fidelidad.
¡Oh, qué vil es el mundo! Los grandes y los poderosos de la tierra, los que se ufanaban de su poder, de su ciencia, de sus riquezas, han desaparecido ahora de la memoria de los pueblos; estaban hartos y no sentían necesidad alguna de la salvación que traía el Mesías. Y en cambio, la Virgen humildísima, ignorada de todos, y, con ella, los discípulos de Jesús, están saciándose ahora de los verdaderos bienes y su poder es eterno, de igual modo que su dicha.
Y todo esto se debe a la fidelidad, al amor de pios, a quien sea honor y gloria por los siglos de los siglos.
El texto del Ofertorio, tomado de los primeros Versículos del Génesis, recuerda la condenación solemne lanzada contra la serpiente en el paraíso terrenal, después de la caída de nuestros primeros padres. En la promesa velada de la Redención, va también el anuncio de la grandeza incomparable de la nueva Eva, de su triunfo absoluto sobre las potencias del mal, de la oposición irreductible que Dios mismo creó entre ella y Satanás.
OFERTORIO
Pondré enemistades entre ti y la Mujer, entre tu posteridad y su Posteridad.
Nuestra Señora ha pasado por el trance de la muerte, pero su muerte, el exceso de su amor para con Dios la motivó. Su oración y la virtud del Santo Sacrificio logren conseguir para nuestros corazones el fuego en que deben abrasarse para merecer una muerte semejante y una gloria parecida.
SECRETA
Suba hasta ti, oh Señor, la oblación de nuestra devoción, y por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María elevada al cielo, aspiren sin cesar hacia ti nuestros corazones inflamados en el fuego de tu amor. Por Nuestro Señor Jesucristo.
La Iglesia ha recurrido al Magníficat para traducir la alegría y el agradecimiento de Nuestra Señora por todos los beneficios recibidos.
COMUNION
Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha obrado en mi cosas grandes.
La presencia de María en el cielo fortalece nuestra fe; consiga su oración en este día de fiesta aumentar nuestra esperanza y merecernos las gracias que al fin nos llevarán hasta; donde ella mora en la alegría con la Santísima Trinidad.
POSCOMUNION
Recibidos ya los Santos Misterios, haz, Señor, te suplicamos, que por los méritos y la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, asunta al cielo, lleguemos a la gloria de la resurrección. Por Nuestro Señor Jesucristo.
ORACION DE S. S. PIO XII A NUESTRA SEÑORA DE LA ASUNCION
¡Oh Virgen Inmaculada, Madre de Dios y Madre de todos los hombres! Nosotros creemos con todo el fervor de nuestra fe en tu Asunción triunfal en alma y cuerpo al Cielo, donde eres aclamada Reina por todos los coros de los Angeles y por toda la legión de los Santos; y nosotros nos unimos a ellos para alabar y bendecir al Señor, que te ha exaltado sobre todas ¡as demás criaturas, y para ofrecerte el aliento de nuestra devoción y de nuestro amor.
Sabemos que tu mirada, que maternalmente acariciaba a la humanidad humilde y doliente de Jesús en la tierra, se sacia en el cielo a vista de la humanidad gloriosa de la Sabiduría increada, y que la alegría de tu alma, al contemplar cara a cara a la adorable Trinidad, hace exultar tu corazón de inefable ternura; y nosotros, pobres pecadores, a quienes el cuerpo hace pesado el vuelo del alma, te suplicamos que purifiques nuestros sentidos a fin de que aprendamos desde la tierra a gozar de Dios, sólo de Dios, en el encanto de las criaturas.
Confiamos que tus ojos misericordiosos se inclinen sobre nuestras angustias, sobre nuestras luchas y sobre nuestras flaquezas; que tus labios sonrían a nuestras alegrías y a nuestras victorias; que sientas la voz de Jesús que te dice de cada uno de nosotros, como de su discípulo amado: “Aquí está tu hijo.” Nosotros, que te llamamos Madre nuestra, te escogemos, como Juan, para guía, fuerza y consuelo de nuestra vida mortal.
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