Tradición Católica del Calendario Litúrgico de Dom Prospero Gueranger, Abad de Solesmes
Este día que es el octavo después de la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción llámase propiamente Octava, para distinguirlo de los días precedentes designados simplemente con el nombre de días de la Octava.
Saludemos una vez más el excelso misterio de la Concepción Inmaculada de María; nada desea tanto el Emmanuel como ver glorificada a su Madre. Para El fué creada; para El fué preparado, desde toda la eternidad, aquel radiante despertar de tan brillante estrella. Al ensalzar a la Inmaculada Concepción de María honramos también la Encarnación divina. Jesús y María son inseparables; nos lo dijo Isaías: ella es el tallo, El la flor.
Gracias, pues, a ti, oh Emmanuel, que te has dignado traernos a la vida en los tiempos posteriores a la proclamación del privilegio con que quisiste adornar desde el primer momento de su vida a aquella de quien debías tomar tu naturaleza humana. Tu santidad infinita brilla con un nuevo resplandor ante nuestra vista, y ahora comprendemos mejor la armonía de tus misterios. Al mismo tiempo nos damos cuenta de que, llamados también nosotros a unirnos a ti por los más íntimos lazos en esta vida, y a contemplarte en la otra cara a cara, debemos tratar de purificarnos más y más de todas nuestras manchas. Tú dijiste: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”; la Concepción inmaculada de tu Madre nos revela también las exigencias de tu santidad infinita. Dígnate, oh Emmanuel, por el amor que te llevó a preservarla de la ponzoña del enemigo, dígnate, apiádate, también de todos los que son hijos suyos. Mira que vas a venir a ellos; dentro de unos días se acercarán a tu cuna. Aún están visibles en ellos las consecuencias del pecado original, y para colmo de desgracias han añadido sus propias faltas a la prevaricación de su primer padre; purifica, oh Jesús, sus corazones y sus sentidos para que puedan comparecer en tu presencia. Ya saben que como criaturas que son, no llegarán a la santidad de tu Madre; pero te piden perdón, la vuelta a tu gracia, el odio al mundo y a sus máximas y la perseverancia en tu amor.
En pago de los homenajes que te fueron ofrecidos el día en que fué proclamado el privilegio de tu Concepción inmaculada en medio de los aplausos de toda la tierra, dígnate derramar sobre nosotros los tesoros de tu ternura, y de tu amparo, pues eres Espejo creado de la Justicia divina y más pura que los Querubines y Serafines. El mundo desquiciado implora la ayuda de tu mano maternal, para reafirmarse. El infierno parece que ha soltado por el mundo esos temibles espíritus del mal que no respiran más que odio y destrucción; pero al mismo tiempo la Iglesia de tu Hijo siente en sí una nueva juventud, y la semilla de la divina palabra se siembra y germina por doquier. Ha comenzado una lucha terrible; y con frecuencia nos viene la tentación de preguntarnos quién habrá de vencer, y si no está ya próximo el último día del mundo.
¡Oh Reina de los hombres! ¿sólo iluminará ruinas la estrella de tu Concepción Inmaculada que brilla ahora en el cielo? ¿No es justo que la señal anunciada por el Discípulo amado, la Mujer que aparece en el cielo, vestida del sol, ceñida su frente con corona de doce estrellas y pisando la luna con sus plantas, no es justo que esa señal tenga más brillo y poder que el arco que apareció en el cielo para anunciar el fin de la ira divina en los tiempos del diluvio? Es una Madre la que nos ilumina y desciende hasta nosotros para consolarnos y curarnos. Es la sonrisa del cielo piadoso a la tierra desgraciada y culpable. Hemos merecido el castigo; la justicia de Dios nos ha puesto a prueba, tiene derecho a exigirnos todavía más expiaciones, pero por fin se dejará vencer. La nueva lluvia de gracias que ha derramado el Señor sobre el mundo con motivo del día cuya memoria celebramos, no puede quedar estéril; desde esa fecha ha entrado el mundo en un nuevo período. María, calumniada en los tres últimos siglos por la herejía, ha bajado hasta nosotros como Reina; ella dará el golpe de gracia a los errores que han embaucado durante mucho tiempo a las naciones; ella hará sentir su planta victoriosa al dragón que se revuelve con furor, y el divino Sol de justicia de que se halla revestida, volverá a lanzar sobre el mundo renovado, los rayos de una luz más brillante y más pura que nunca. Quizá no lleguen a ver ese día nuestros ojos, pero ya podemos saludar su aurora.
Oh María, en el siglo XVIII , un siervo de Dios elevado después por la Iglesia a los Altares, tu devoto siervo, Leonardo de Puerto Mauricio, señaló ya el tiempo de tu futuro triunfo, tiempo en que debía alcanzar la paz el mundo. Las revueltas en medio de las cuales vivimos, podrían muy bien ser el preludio de esa paz tan deseada, en cuyo ambiente la divina palabra podrá esparcirse por el mundo sin traba alguna, y la Iglesia de la tierra recogerá su cosecha para la del cielo. ¡Oh Madre de Dios! también el mundo estuvo agitado en los días que precedieron a tu divino alumbramiento. Pero cuando le diste a luz en Belén, toda la tierra estaba en paz. En espera del momento en que has de demostrar la fuerza de tu brazo, no nos abandones en los siguientes aniversarios; en esa gloriosa noche en que va a nacer de ti Jesucristo, Hijo de Dios y Luz eterna, haznos también a nosotros puros e inmaculados.
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La costumbre de celebrar las fiestas principales durante una semana entera, es de las que pasaron de la Sinagoga a la Iglesia cristiana. El Señor había dicho en el Levítico: “El primer día de la fiesta será el más solemne y santo; no ejecutaréis en él ninguna obra servil. El octavo día será también santísimo y solemne; en él ofreceréis un holocausto al Señor; será día de asamblea, y tampoco haréis obra alguna servil.” Del mismo modo leemos en el libro de los Reyes, que convocando Salomón a todo Israel en Jerusalén para la Dedicación del Templo, sólo al octavo día le dejó libre.
Los libros del Nuevo Testamento nos enseñan que esa era la costumbre en tiempo de Nuestro Señor, costumbre autorizada con su propio ejemplo. Se dice efectivamente en San Juan, que en cierta ocasión llegó Jesús a celebrar una de las fiestas de la Ley, en medio de la Octava, y, en otro lugar observa el mismo Evangelista, que cuando el Salvador se dirigió al pueblo en la fiesta de la Pascua, diciendo: “Si alguien tuviere sed venga a mi y beba”, aquel día era el último de la fiesta, es decir el día de la Octava.
Las Octavas que celebra la Iglesia cristiana son de varias clases. Unas tan solemnes en sus privilegios que en ellas no se permite celebrar las fiestas de los Santos que podrían ocurrir; se hace de ellas una simple memoria o se las traslada después de la Octava. Se prohiben también las Misas de Difuntos a no ser que sean de cuerpo presente. Otras Octavas, menos privilegiadas, admiten fiestas de los Santos que concurran, con tal de que sean de rito semidoble para arriba; pero, en este caso se hace siempre memoria de la Octava en el Oficio y en la Misa de la Fiesta, a no ser que se trate de una fiesta de rito muy superior.
A esta clase de Octavas pertenece la de la Inmaculada Concepción, la primera que hallamos en el ciclo. Cede, no sólo ante el Domingo, sino ante las fiestas de San Dámaso y Santa Lucía, y ante otras fiestas locales del mismo rito.
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