El Año Litúrgico – Dom Próspero Gueranguer
Es hora ya de ofrecer el gran Sacrificio y de llamar al Emmanuel: sólo El puede pagar dignamente a su Padre la deuda de agradecimiento que el género humano le debe. En el altar, como en el pesebre, intercederá por nosotros; nos acercaremos a él con amor y se nos entregará. Pero es tal la grandeza del Misterio de este día, que la Iglesia no se limita a ofrecer un solo Sacrificio. La llegada de tan precioso don por tanto tiempo aguardado merece el reconocimiento de homenajes extraordinarios. Dios Padre envía su Hijo a la tierra; es el Espíritu Santo quien obra este prodigio: es muy natural que la tierra dirija a la Trinidad augusta el homenaje de ese Sacrificio [1].
Además, el que nace hoy ¿no se ha manifestado en tres Nacimientos? Nace esta noche de la Virgen bendita; va a nacer, por su gracia, en el corazón de los pastores que son las primicias de toda la cristiandad; y nace eternamente en el seno del Padre, en los esplendores de los Santos: este triple nacimiento debe ser venerado con un triple homenaje.
La primera Misa celebra el Nacimiento según la carne. Los tres Nacimientos son otras tantas efusiones de la luz divina; ahora bien, ha llegado la hora en que el pueblo que caminaba en las tinieblas vió una gran luz y en que amaneció el día sobre los que moraban en la región de las sombras de la muerte. La noche es oscura fuera del santo templo donde nos hallamos: noche material por ausencia del sol; noche espiritual a causa de los pecados de los hombres que duermen en el olvido de Dios o vigilan para el crimen. En Belén, en torno al establo y en la ciudad, hay tinieblas; y los hombres que no han querido hacer sitio al divino Huésped descansan en una grosera paz; por eso no les despertará el concierto de los Angeles.
Hacia la mitad de la noche la Virgen ha sentido llegar el momento supremo. Su corazón de madre se halla completamente inundado de maravillosas delicias y derretido en un éxtasis de amor. De pronto, saliendo con su omnipotencia del seno materno, como saldrá un día a través de la piedra del sepulcro, aparece el Hijo de Dios e Hijo de María tendido en el suelo, a la vista de su Madre, y dirigiendo sus brazos hacia ella. El rayo del sol no atraviesa con mayor rapidez el límpido cristal incapaz de detenerle. La Virgen Madre adora al Niño divino que la sonríe, y se atreve a estrecharle contra su corazón; le envuelve en los pañales que le ha preparado y le acuesta en el pesebre. El fiel José le adora con ella; los santos Angeles, cumpliendo la profecía de David, rinden su más profundo homenaje a su Creador en el momento de su entrada en el mundo. Encima del establo está el cielo abierto y suben hacia el Padre de los siglos, los primeros votos del Dios recién nacido; a los oídos del Dios ofendido comienzan a llegar ya sus primeros gritos y los dulces vagidos que preparan la salvación del mundo.
La belleza del Sacrificio atrae al mismo tiempo hacia el altar las miradas de los fieles. El coro entona el cántico de entrada, el Introito. Es el mismo Dios quien habla; habla a su Hijo al que hoy ha engendrado. En vano las naciones intentarán sacudir su yugo; este niño las sabrá sujetar y reinará sobre ellas, porque es el Hijo de Dios.
INTROITO
El Señor me dijo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.
El canto del Kyrle eleison precede al Himno Angélico que se deja oír en seguida con estas sublimes palabras: ¡Gloria in excelsis Deo, et in térra pax hominibus bonae voluntatis! Unamos nuestras voces y corazones a este sublime concierto de la milicia celestial. ¡Gloria a Dios, paz a los hombres! Son nuestros hermanos los Angeles los que han entonado este cántico; allí junto al altar, como antaño junto al pesebre, están proclamando nuestra dicha. Allí adoran a la divina justicia que dejó sin redentor a sus hermanos caídos, y en cambio nos envía a nosotros a su propio Hijo. Glorifican la amorosa humillación de quien hizo al ángel y al hombre, y que ahora se inclina hacia el más débil. Ellos nos prestan sus celestes voces para dar gracias a quien por medio de un misterio tan dulce y poderoso nos llama a nosotros sus humildes criaturas humanas a llenar un día entre los coros angélicos las sillas que quedaron vacías por la calda de los espíritus rebeldes. ¡Angeles y hombres, Iglesia del cielo e Iglesia de la tierra!, cantemos la gloria de Dios y la paz dada a los hombres; cuanto más se humilla el Hijo del Eterno para traernos tan grandes bienes, con tanto mayor fervor debemos entonar unánimemente:—Solus sanctus, solus Dominus, solus Altissimus, Iesu Christe! ¡Tú solo Santo, Tú sólo Señor, Tú sólo Altísimo, Jesucristo!
A continuación, la Colecta reúne los votos de los fieles:
OREMOS
¡Oh Dios! que hiciste brillar esta sacratísima noche con el resplandor de la verdadera luz: suplicárnoste hagas que disfrutemos en el cielo, de los gozos de esta luz, cuyos misterios hemos conocido en la tierra. Por el que vive y reina contigo…
EPISTOLA
Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a Tito (II, 11-15.)
Carísimo: La gracia de Dios, nuestro Salvador, se ha aparecido a todos los hombres, para enseñarnos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, debemos vivir sobria y justa y piadosamente en este siglo, aguardando la bienaventurada esperanza y el glorioso advenimiento del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo, el cual se dió a sí mismo por nosotros, para redimirnos de todo pecado y purificar para sí un pueblo grato, seguidor de las buenas obras. Predica y aconseja estas cosas en Nuestro Señor Jesucristo.
Por fin ha aparecido, en su gracia y misericordia, ese Dios Salvador que era el único que podía librarnos de las obras de la muerte, devolviéndonos a la vida. En este mismo momento se muestra a todos los hombres en el angosto reducto de un pesebre, envuelto en los pañales de la infancia. Ahí tenéis la dicha de la visita de un Dios a la tierra, visita que tanto anhelábamos; purifiquemos nuestros corazones, hagámonos gratos a sus ojos: pues, aunque sea niño, es también Dios poderoso, como nos acaba de decir el Apóstol, el Señor cuyo nacimiento eterno es anterior al tiempo. Cantemos su gloria con los santos Angeles y con la Iglesia.
GRADUAL
Contigo está el imperio desde el día de tu poder, entre los esplendores de los Santos; yo te engendré de mi seno antes de la aurora. — 7. Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies.
ALELUYA
Aleluya, aleluya.— f . El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del Santo Evangelio según San Lucas (II, 1-14.)
En aquel tiempo salió un edicto de César Augusto ordenando que se inscribiera todo el orbe. Esta primera inscripción fue hecha siendo Cirino gobernador de Siria. Y fueron todos a inscribirse, cada cual en su ciudad. Y subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, porque era de la casa y familia de David, para inscribirse con María, su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. Y sucedió que, estando ellos allí, se cumplieron los días de dar a luz. Y parió a su Hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada. Y había unos pastores en la misma tierra, que guardaban y velaban las vigilias de la noche sobre su ganado. Y he aqui que el Angel del Señor vino a ellos y la claridad de Dios los cercó de resplandor, y tuvieron gran temor. Mas el Angel les dijo: No temáis porque os voy a dar una gran noticia, que será de gran gozo para todo el pueblo: es que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor. Y ésta será la señal para vosotros: hallaréis al Niño envuelto en pañales y echado en un pesebre. Y súbitamente apareció con el Angel una gran multitud del ejército celeste, alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
También nostros, divino Niño, unimos nuestras voces a las de los Angeles y cantamos: ¡Gloria a Dios, paz a los hombres! El inefable relato de tu nacimiento nos enternece los corazones y hace correr nuestras lágrimas. Te hemos acompañado en tu viaje de Nazaret a Belén, hemos seguido todos los pasos de María y de José a través de su largo camino; hemos velado durante esta santa noche en espera del feliz momento que te mostrará a nuestros ojos. Sé bendito, oh Jesús, por tanta misericordia; sé amado por tanto amor. Imposible apartar nuestras miradas de ese pesebre afortunado, que contiene nuestra salvación. Te reconocemos ahí tal como te han pintado a nuestras esperanzas los santos Profetas cuyos divinos vaticinios nos ha pasado la Iglesia esta noche ante la vista. Eres el Dios Grande, el Rey pacífico, el Esposo celestial de nuestras almas; eres nuestra Paz, nuestro Salvador, nuestro Pan de vida. ¿Qué te podemos ofrecer en este momento, si no es esa “buena voluntad que los Angeles nos recomiendan? Créala en nosotros; cultívala para que lleguemos a ser hermanos tuyos por la gracia, como lo somos ya por la naturaleza humana. Pero aún haces más en este misterio ¡oh Verbo encarnado! En él nos haces, como dice el Apóstol, partícipes de la divina naturaleza, de esa naturaleza que en tu humillación no has perdido. En el orden de la creación nos colocaste debajo de los Angeles; en tu encarnación nos has hecho herederos de Dios, y coherederos tuyos. ¡Ojalá nuestros pecados y flaquezas no nos hagan descender de estas alturas a las que hoy nos has elevado!
Después del Evangelio, la Iglesia canta en son de triunfo el Símbolo de la fe, en el que se nos detallan los misterios del Hombre Dios. A las palabras: Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, ET HOMO FACTUS EST, adorad desde lo más profundo de vuestro corazón al Dios grande que ha tomado la forma de su criatura, y devolverle con vuestro humilde acatamiento, la gloria de que se ha despojado por vuestra causa. En las tres Misas de hoy, cuando el coro llega a esas palabras en el canto del Credo, se levanta el sacerdote de su silla y va a postrarse de rodillas al pie del altar. Unios en ese momento con vuestras adoraciones a las de toda la Iglesia representada por el Sacerdote.
Durante la ofrenda del pan y del vino, la Iglesia celebra el gozo del cielo y de la tierra por la llegada del Señor. Unos momentos más, y en este altar donde todavía no hay más tjue pan y vino, tendremos el cuerpo y la sangre de nuestro Emmanuel.
OFERTORIO
Alégrense los cielos y salte de júbilo la tierra ante la faz del Señor: porque viene.
SECRETA
Suplicárnoste, Señor, te sea grata la ofrenda de la fiesta de hoy: para que, con tu gracia, reproduzcamos en nosotros, mediante este santo comercio, la imagen de Aquel que unió contigo nuestra naturaleza. El cual vive y reina contigo.
A continuación el Prefacio reúne las acciones de gracias de todos los fieles, terminando por la aclamación general al Señor tres veces Santo. En el momento de la elevación de los sagrados Misterios, en medio de ese religioso silencio que acoge la venida del Verbo divino al altar, no veáis allí sino el pesebre del Niño que tiende sus brazos hacia su Padre y os ofrece sus caricias; a María que le adora con amor de madre, a José que derrama lágrimas de ternura, y a los santos Angeles que no aciertan a salir de su asombro. Entregad al recién nacido vuestro corazón para que Infunda en él todos estos sentimientos; pedidle que venga a vosotros y dadle un puesto de honor entre todos vuestros afectos. Después de la Comunión, la Iglesia, que acaba de unirse al Niño Dios en la participación de sus Misterios, canta una vez más la gloria de la generación eterna del Verbo divino, que existe en el seno del Padre antes que toda criatura, y que esta noche se ha revelado al mundo antes de aparecer la estrella de la mañana.
COMUNION
Entre los esplendores de los Santos, te engendré de mi seno antes de la aurora. Termina la Santa Iglesia las oraciones de este primer sacrificio, pidiendo la gracia de una unión indisoluble con el Salvador que se ha dignado aparecer en este día.
POSCOMUNION
Suplicárnoste Señor, Dios nuestro, hagas que, los que nos alegramos de celebrar frecuentemente el misterio de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, merezcamos alcanzar, con actos dignos, la compañía de Aquel que vive y reina contigo.
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