Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger
La fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen es la más solemne de todas las que celebra la Iglesia en el Santo tiempo de Adviento; ninguno de los Misterios de María más a propósito, y conforme con las piadosas preocupaciones de la Iglesia durante este místico período de expectación. Celebremos, pues, esta fiesta con alegría, porque la Concepción de María anuncia ya el próximo Nacimiento de Jesús.
Es intención de la Iglesia en esta fiesta, no sólo el celebrar el aniversario del momento en que comenzó la vida de la gloriosa Virgen María en el seno de la piadosa Ana, sino también honrar el sublime privilegio en virtud del cual fué preservada María del pecado original, al que se hallan sujetos, por decreto supremo y universal, todos los hijos de Adán, desde el instante en que son concebidos en el seno de sus madres. La fe de la Iglesia católica, solemnemente reconocida como revelada por el mismo Dios, el día para siempre memorable del 8 de diciembre de 1854, esa fe que proclamó el oráculo apostólico por boca de Pío IX, con aclamaciones de toda la cristiandad, nos enseña que el alma bendita de María no sólo no contrajo la mancha original, en el momento en que Dios la infundió en el cuerpo al que debía animar sino que fué llena de una inmensa gracia, que la hizo desde ese momento, espejo de la santidad divina, en la medida que puede serlo una criatura.
Del mismo modo, presentes al pensamiento del Hijo de Dios las relaciones que habían de ligarle a María, relaciones inefables de cariño y respeto filial, nos obligan a concluir que el Verbo divino sintió por la Madre que había de tener en el tiempo, un amor infinitamente mayor al que podía sentir por los demás seres creados por su poder. Sobre todo quiso la honra de María, que había de ser su Madre, y que lo era ya en sus eternos y misericordiosos designios. El amor del Hijo guardó, por consiguiente a la Madre; y aunque ella en su sublime humildad no rechazó la sumisión a todas las condiciones impuestas por Dios a las demás criaturas, ni el sujetarse a las exigencias de la ley mosaica que no había sido dictada para ella; con todo, la mano de su divino Hijo derribó en su favor la humillante barrera que detiene a todos los hijos de Adán que vienen a este mundo, cerrándoles el camino de la luz y de la gracia, hasta que son regenerados en un nuevo nacimiento.
No debía hacer él Padre celestial por la segunda Eva, menos de lo que había hecho por la primera, creada lo mismo que el primer hombre, en estado de justicia original que no supo conservar. El Hijo de Dios no podía consentir que la mujer de la que iba a tomar su naturaleza humana, tuviese nada que envidiar a la que fué madre de la prevaricación. El Espíritu Santo que debía cubrirla con su sombra y fecundarla con su acción divina, no podía permitir que su Amada estuviese un solo momento afeada con la vergonzosa mancha con que todos somos concebidos. La sentencia es universal: pero la Madre de Dios debía quedar libre. Dios autor de la ley, Dios que libremente la dictó ¿no había de ser dueño de exceptuar de ella a la criatura a la que habla determinado unirse con tantos lazos? Lo podía, lo debía: luego lo hizo.
¿No era esta la gloriosa excepción que él mismo anunciaba cuando comparecieron ante su divina majestad ofendida, los dos prevaricadores de los que todos descendemos? La misericordiosa promesa descendía sobre nosotros, al caer la maldición sobre la serpiente. “Pondré enemistad, decía Dios, entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella aplastará tu cabeza.” De esta forma anunciaba al género humano la redención, como una victoria sobre Satanás; y la mujer era la encargada de conseguir esta victoria para todos nosotros. Y no se diga, que este triunfo ha de lograrlo sólo el hijo de la mujer; nos dice el Señor que la enemistad de la mujer contra la serpiente será personal, y que aplastará la cabeza del odioso reptil con su pie vencedor; en una palabra, que la segunda Eva será digna del segundo Adán, y triunfadora como él; que el género humano será un día vengado, no sólo por el Dios hecho hombre, sino también por la Mujer exenta milagrosamente de toda mancha de pecado, de manera que vuelva a aparecer la creación primitiva en justicia y santidad. (Efes., IV 24) como si no hubiese sido cometido un primer pecado.
Y ¿cómo no admirar la pureza incomparable de María en su concepción inmaculada, cuando oímos en el Cántico sagrado, que el mismo Dios que la preparó para ser Madre suya, la dice con acento impregnado de amor: “Toda hermosa eres, Amada mía, no hay en ti mancha alguna.” (Cant., IV, 7)? Es la santidad de Dios quien habla; el ojo que todo lo penetra, no encuentra en María rastro alguno, ni cicatriz de pecado; por eso se regocija con ella y la felicita por el don que la ha otorgado. ¿Nos extrañaremos después de eso, que Gabriel, bajado del cielo para comunicarla el divino mensaje, quedase admirado ante el espectáculo de aquella pureza cuyo punto de partida había sido tan glorioso como infinito su perfeccionamiento; nos extrañaremos de que se inclinara profundamente ante semejante maravilla, y exclamase: “DIOS TE SALVE MARÍA, LLENA ERES DE GRACIA?” Gabriel vive vida inmortal en medio de las magnificencias de la creación y de todos los tesoros celestiales; es hermano de los Querubines y de los Serafines, Tronos y Dominaciones; su mirada se pasea de continuo por las nueve jerarquías de los Angeles donde la luz y la santidad resplandecen con soberanos destellos, y crecen de grado en grado; mas, he aquí que en la tierra, y en una criatura de condición inferior a los Angeles, ha encontrado la plenitud de la gracia, de esa gracia que aun a los Espíritus celestiales les ha sido dada con medida, y de la que goza María desde el primer instante de su creación, por ser la futura Madre de Dios, siempre santa, siempre pura, siempre inmaculada.
Esta verdad, revelada a los Apóstoles por el Hijo divino de María, recogida por la Iglesia, enseñada por los santos Doctores, y creída por el pueblo cristiano con una fidelidad constante, estaba de suyo contenida en la misma noción de Madre de Dios. Confesar a María Madre de Dios, era ya creer implícitamente que la mujer destinada a llevar ese título, no había tenido nunca nada de común con el pecado, y que había hecho Dios una excepción con ella preservándola. Pero, en lo sucesivo el honor de María se apoya ya en el fallo explícito dictado por el Espíritu Santo. Pedro ha hablado por boca de Pío IX; y cuando Pedro habla, todos los fieles deben creer; porque el Hijo de Dios afirmó: “He rogado por ti, Pedro, para que tu fe no decaiga.” (S. Lucas, XXII, 32); y también: “Yo os enviaré el Espíritu de la verdad, que permanecerá siempre con vosotros, y os recordará todo lo que yo os he enseñado.” (S. Juan, XIV, 26.)
¿No habían de poner los hombres toda su dicha en honrarte, oh divina aurora del Sol de justicia? ¿No eres tú en estos días, la mensajera de su redención? ¿No eres tú, oh María, la radiante esperanza que va a brillar de repente hasta en el centro del abismo de la muerte? ¿Qué sería de nosotros sin Cristo que viene a salvarnos?, pues tú eres su Madre queridísima, la más santa de las criaturas, la más pura de las vírgenes, la más amorosa de las Madres.
¡Oh María, cuán deliciosamente recreas con tus suaves destellos nuestros ojos fatigados! Pasan los hombres de generación en generación sobre la tierra; miran al cielo inquietos, esperando en cada momento ver apuntar en el horizonte el astro que ha de librarles del horror de las tinieblas; pero la muerte viene a cerrar sus ojos antes de que puedan siquiera entrever el objeto de sus deseos. Estaba reservado a nosotros el contemplar tu radiante salida ¡oh esplendoroso lucero matutino, tus rayos benditos se reflejan en las olas del mar y le devuelven la calma despiiés de las noches tormentosas! Prepara nuestra vista para que pueda contemplar el potente resplandor del Sol divino que viene detrás de ti. Dispón nuestros corazones, ya que quieres revelarte a ellos. Pero, para que podamos contemplarte, es necesario que sean puros nuestros corazones; purifícalos, pues ¡oh purísima Inmaculada! Quiso la divina Sabiduría que, entre todas las fiestas que dedica la Iglesia a honrarte, se celebrase la de tu Inmaculada Concepción en el tiempo de Adviento, para que, conociendo los hijos de la Iglesia el celo con que te alejó el Señor de todo contacto con el pecado, en consideración a Aquel de quien debías ser Madre, se preparasen también ellos a recibirle, por medio de la renuncia absoluta a todo cuanto significa pecado o afecto al pecado. Ayúdanos oh María, a realizar este gran cambio. Destruye en nosotros, por tu Concepción Inmaculada, las raíces de la concupiscencia y apaga sus llamas, humilla las altiveces de nuestro orgullo. Acuérdate que si Dios te eligió para morada suya, fué únicamente como medio para venir luego a morar en nosotros.
¡Oh María, Arca de la alianza, hecha de madera incorruptible, revestida de oro purísimo! ayúdanos a corresponder a los inefables designios de Dios, que después de haberse honrado en tu pureza incomparable, quiere también serlo en nuestra miseria; pues sólo para hacer de nosotros su templo y su más grata morada nos ha arrebatado al demonio. Ven en ayuda nuestra, tú que, por la misericordia de tu Hijo, jamás conociste el pecado. Recibe en este día nuestras alabanzas. Tú eres el Arca de salvación que flota sobre las aguas del diluvio universal; el blanco vellón, humedecido por el rocío del cielo, mientras toda la tierra está seca; la Llama que no pudieron apagar las grandes olas; el Lirio que florece entre espinas; el Jardín cerrado a la infernal serpiente; la Fuente sellada, cuya limpidez jamás fué turbada; la casa del Señor, sobre la que tuvo siempre puestos sus ojos, y en la que jamás entró nada con mancilla; la mística Ciudad, de la que se cuentan tantos prodigios. (Salmo. LXXXVI.) ¡Oh María! nos es grato repetir tus títulos de gloria, porque te amamos, y la gloria de la Madre pertenece también a los hijos. Sigue bendiciendo y protegiendo a cuantos te honran en este augusto privilegio, tú que fuiste concebida en este día; y nace cuanto antes, concibe al Emmanuel, dale a luz y muéstrale a los que le amamos.
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