Milagros de la Medalla de San Benito
Tomados del Libro la Medalla de San Benito de Dom Prospero Gueranger
Una joven estaba dominada por el espíritu maligno de un modo tan irresistible, que su lengua no cesaba de proferir palabras obscenas. Hubiérase dicho que el demonio había establecido su morada en los labios de aquella víctima. Para librarla de la violencia que le hacía el enemigo de toda virtud, le dieron a beber, a su vez, agua santificada por el contacto con la medalla de San Benito: inmediatamente cesó la opresión en que vivía, y desde entonces nunca más violó en sus conversaciones las reglas de la moral cristiana.
Una mujer atacada de fiebre eruptiva después de un parto, y otra en peligro de muerte a causa de una hidropesía de pecho, se curaron empleando ese mismo método, o sea, tomando una bebida en la que se había sumergido una medalla de San Benito. , que los socorros de la medicina eran impotentes para aliviarlo. Llegado a ese extremo, manifestó deseos de beber un poco del agua en que había estado sumergida por algunos momentos la medalla, y en poco tiempo recobró una perfecta salud.
En febrero de 1861, una colonia de benedictinos, enviada por la misma abadía de San Pablo de Roma, fue a establecerse cerca de la ciudad de Cléves, en la Prusia Renana. Un mes más tarde fue necesario construir una cerca alrededor del pequeño jardín del monasterio. Un obrero, que trabajaba en la iglesia regida por los benedictinos, se ofreció para ir a comprar la madera necesaria y con esc objetivo se dirigió al lugar donde se coitaban las maderas de propiedad del gobierno. Cargó en su carreta gran cantidad de gruesos troncos, y se dispuso a emprender el regreso al monasterio. En el momento en que la carreta empezaba a moverse, todavía se encontraba detrás de ella, y no alcanzó a retirarse a tiempo cuando uno de los troncos, mal agarrado, rodó por tierra, aplastándole la pierna derecha.
El herido fue transportado a su casa. El Prior del monasterio, al tomar conocimiento de la triste noticia, exclamó: “Sí se hirió) mientras servía a San Benito, pues entonces San Benito ha de curarlo". Uno de los religiosos contó estas palabras al enfermo, quien ya había pensado en valerse de la medalla que nunca abandonaba. La colocó sobre la pierna horriblemente herida, y la ató. Poco después, se dormía profundamente. Al despertarse al día siguiente, ya tarde, se levantó sin ninguna dificultad y la pierna no presentaba más señales del terrible accidente de la víspera.
En 1861, en la casa llamada San Benito, en Chambéry, una hermana sentía desde hacía tres meses fuertísimos dolores en las piernas, consecuencia de un golpe de aire y de un agotamiento extraordinario. No se decidía a revelar sus padecimientos y hasta entonces no había tomado ningún remedio. Se le ocurrió hacer una novena en honor a San Benito, empleando la medalla con el fin de alcanzar la protección del santo Patriarca. Durante la novena, aplicaba la medalla sucesivamente en una y otra pierna, invocando el socorro de San Benito; y en cada oportunidad sus dolores se calmaban. Al mismo tiempo, continuaba desempeñando en la casa el trabajo muy pesado que estaba a su cargo. Como con la primera novena sólo había conseguido alivios intermitentes, resolvió comenzar una segunda, que fue coronada con todo éxito. Haciendo desaparecer totalmente la enfermedad. Esa misma hermana, en otra ocasión en que padecía una oftalmía, recurrió al medio que tan buen resultado le diera, y después de lavarse los ojos con agua en la que había sumergido la medalla, se le calmó la inflamación, y en poco tiempo recuperó la visión normal.
En una localidad de Saboya, más o menos por la misma época, una niña de seis años estaba atormentada con agudísimos dolores. Sus nervios se habían contraído a tal punto que no podía tocársela con la punta del dedo sin que sintiera dolores fuertísimos.
En ese estado, ya no podía tolerar ningún tipo de comida o bebida. Agotada la ciencia de los médicos, los padres de la pequeña habían perdido totalmente la esperanza de conseguir su curación.
Dos hermanas de la casa de San Benito de la que acabamos de hablar, fueron a visitar a la niña, para llevar algún consuelo a la madre. A la vuelta, se acordaron de la medalla de San Benito. Al instante le enviaron una, recomendando que la colocaran en el cuello de la niña, y que intentasen hacerle tragar algún líquido en que se hubiera sumergido la medalla. La madre de la niña cumplió fielmente la piadosa prescripción e inmediatamente la pequeña comenzó a sentirse notablemente aliviada. Al cabo de algunos días se levantaba perfectamente curada.
Un año antes, en la misma región, una mujer atacada de fiebre eruptiva después de un parto, y otra en peligro de muerte a causa de una hidropesía de pecho, se curaron empleando ese mismo método, o sea, tomando una bebida en la que se había sumergido una medalla de San Benito.
En Montauban, en 1865, una señora enferma estaba en cama sin poder moverse desde hacía dos años y medio, y todo llevaba a creer que quedaría paralítica para el resto de la vida. Un día en que le habían llevado la Sagrada Comunión, una Hermana de la Caridad que estaba de visita, le colocó con dificultad la medalla de San Benito entre los dedos, y consiguió con grandes esfuerzos llevar la mano de la enferma al pecho, esperando que el contacto con ese objeto sagrado pudiera producir algún efecto
benéfico. De inmediato la enferma sintió una viva conmoción en todo su ser, comenzó a transpirar abundantemente, y dejó escapar de sus labios estas palabras: "Estoy curada". Enseguida volvió el movimiento a sus miembros, se levantó con presteza, quitándose las frazadas que durante tanto tiempo la habían envuelto, y se vistió con la ropa que usaba antes de caer enferma. Al día siguiente se dirigió a la iglesia a fin de agradecer a Dios la cura repentina.
Gracias espirituales
En nuestros días, la gran mayoría de las gracias obtenidas por intermedio de la medalla de San Benito se refiere a la conversión súbita de pecadores que habían resistido todas las tentativas anteriores. Citaremos aquí solamente algunos casos.
Un antiguo administrador vivía en una ciudad del interior, bastante confortablemente. Su hermana, viuda y piadosa, lo cuidaba con desvelo constante durante las muchas enfermedades que lo afectaban, y al mismo tiempo estaba preocupada, preguntándose cómo hacer para llevar a aquel a quien tanto quería, a pensar en la vida eterna. Todos los esfuerzos eran inútiles. Cada intento, aun indirecto, en ese sentido, era rechazado con este refrán: ‘'Si me hablas de sacerdote, me matas La hermana confiaba su aflicción a un amigo, quien siempre le repetía: “No debe importarte su obstinación. Si con tu silencio dejas que tu hermano caiga en el infierno, eso sí seguro jamás te lo perdonará”. Y así pasaron muchos años. En diciembre de 1846, después de una breve enfermedad, se desató una gangrena; los médicos reconocieron su aparición, y constatando la inutilidad de una operación, manifestaron que en menos de dos días el hombre moriría. En el ínterin, apareció en la casa del enfermo la persona que había aconsejado no considerar definitiva su obstinación. La hermana, afligidísima confesó que ni siquiera en ese peligro extremo había sentido coraje para abordar el tema. ‘Pues bien, le respondió el otro, aquí tienes dos medallas de San Benito; guarda una contigo, para que el demonio no te impida actuar, y coloca la otra debajo de la almohada de tu hermano Ella ejecutó fielmente el doble consejo. Cinco minutos después se producía el siguiente diálogo: ''¡Hermana mía llamó el enfermo. '‘¿Qué pasa, hermano?'' ‘‘¿No piensas mandar buscar un sacerdote?"
Se llama al sacerdote, que llega rápidamente para gran alegría del enfermo, quien recibe los socorros de la Iglesia. Dos días más tarde, expiraba con los más vivos sentimientos de piedad.
En 1859, una pobre mujer fue a comunicar sus penas a una persona que conocía las virtudes de la medalla de San Benito.
El marido de esa mujer, aunque trabajador honesto, tenía sin embargo la pésima costumbre de beber descontroladamente. Apenas llegaban al fin de semana con lo que ambos ganaban, y reinaba en aquel hogar una extrema miseria. La persona de quien acabamos de hablar dio a la pobre mujer una medalla de San Benito y le aconsejó tocar con ella la jarra de vino que ponía en la mesa junto a su marido, y beber solamente agua pura. La mujer siguió estas instrucciones. El marido, apenas acabó de beber, exclamó: “¡Qué vino horroroso! ¡Prefiero tomar agua! Pero ya voy a arreglar esto’'. En efecto, se levantó de la mesa, pidió dinero y fue enseguida a la taberna vecina, de donde acostumbraba regresar a altas horas de la noche, siempre ebrio. Pero quince minutos después volvió, diciendo a su mujer: ''Parece una conjuración contra mí; el vino de la taberna es todavía peor que el nuestro Esa noche la pasó tranquilo. Al día siguiente y en adelante, el pobre alcoholizado empezó a tomar agua como bebida habitual. La mujer, que era una buena cristiana, consiguió en poco tiempo que su marido pasara a cumplir sus deberes religiosos.
Protección contra las celadas de los demonios
Puede decirse que la acción de la medalla de San Benito contra las celadas del demonio es el fin principal que la Bondad divina tuvo en vista cuando hizo aquel don a los fieles. Reunimos aquí algunos episodios que podrán esclarecer a nuestros lectores y guiarlos en ciertas circunstancias hoy en día aún más frecuentes que en el pasado.
En 1859, un hipnotizador famoso que acababa de recorrer con éxito muchas ciudades de Francia, llegó a T..., con la intención de realizar algunas sesiones públicas. Llevaba consigo una Joven sonámbula, con quien lucraba mucho en sus exhibiciones. La primera sesión se realizó en una iglesia antigua y amplia, profanada hacía mucho tiempo. Una inmensa multitud, atraída por el anuncio, concurrió a la sesión; pero sus esperanzas quedaron frustradas, porque ese día el hipnotizador no pudo obtener nada de la pobre sonámbula, y se vio forzado a restituir el dinero de la entrada a los espectadores quejosos. Nuevos carteles anunciaron otra sesión que se realizaría en la prefectura; pero también ese día la decepción fue completa. El hipnotizador, que había debido soportar todos los gastos, partió rápidamente del lugar, dejando a los diarios locales la tarea de polemizar sin fin acerca de las causas del malogro, tales como el excesivo calor, o el brillo excesivo en la iluminación de gas, etc.
En realidad, había pasado lo siguiente: una religiosa tomó conocimiento del proyecto en cuestión, y sabiendo que la Iglesia condena la práctica del hipnotismo, Juzgó conveniente combatir las operaciones del hipnotizador en lo que podían tener de diabólico. Se limitó a colgar la medalla de San Benito en la ventana de su celda, recomendando el caso al santo Patriarca. La victoria no podía dejar de darse, y el príncipe de las potencias del aire, como dice San Pablo, fue vencido.
Capítulo X
Preservación en los peligros
Entre los efectos de la medalla de San Benito, usada con fe viva y simple, siempre se señaló la preservación eficaz de los peligros.
A continuación, narraremos algunos hechos recientes que servirán para probar que la virtud que recibió de Dios a tal efecto está lejos de haberse agotado.
En el mes de julio de 1847, cuatro hermanos de las Escuelas Cristianas viajaban, junto con otros dos pasajeros, en una diligencia de Lyon a París. Acababan de salir de Orléans. Uno de los viajeros, que había hablado sobre la medalla de San Benito, ofreció una a cada uno de sus acompañantes.
Todavía estaba explicando el sentido de las letras de la medalla, cuando, súbitamente, los caballos se dispararon a todo galope y, desobedeciendo al conductor, arrastraron al vehículo hacia un rumbo fatal. La ruta estaba empedrada hasta la mitad y los obreros habían apilado las piedras que serían utilizadas en el nuevo pavimento, a lo largo de la parte ya descalzada, formando una especie de muro. Los caballos traspusieron el obstáculo y precipitaron la diligencia hacia el otro lado. El vehículo se inclinó de modo asustador, pero no llegó a darse vuelta; surcó por algunos minutos la arena y en seguida, en un abrir y cerrar de ojos, se ubicó nuevamente en el camino, parando en el momento en que la brida se cortó a causa de la violencia de los golpes. Este hecho ocurrió cerca de Cháteauneuf (Loiret), aldea situada a unas dos leguas de Saint-Benoít-sur-Loire. Los habitantes del lugar, que habían presenciado tan milagrosa protección, gritaban: "¡Milagro! Ese coche aunque hubiera estado vacío, debería haber volcado
Algunos años antes, en junio de 1843, cerca de Ecommoy, en la ruta de Mans a Tours, dos caballos que tiraban una diligencia se detuvieron de repente en medio de una escarpada ladera y empezaron a retroceder con una rapidez aterradora. Dos de los viajeros abrieron la puerta y saltaron al camino; el tercero, en vez de saltar, apretó una medalla de San Benito que tenía consigo; en ese momento la diligencia paró repentinamente y los caballos, que se habían precipitado hacia el costado de la carretera, volvieron al medio del camino.
Un día de verano, en 1858, en París, hacia las cinco de la tarde, una carreta llena de numerosos paquetes estaba parada frente al N° 4-6 de la calle Royale-Saint-Honoré. Ocupaba la mitad de la calzada y el movimiento de sus briosos caballos interrumpía la circulación y llamaba la atención de los transeúntes y moradores.
Una de las riendas que sujetaba al caballo de adelante se aflojó o se cortó, y éste, retrocediendo con violencia, empinaba las patas traseras, cayendo con todo su peso sobre el otro caballo y dándole tremendas dentelladas; sólo largaba a su presa para empinarse nuevamente y recomenzar los mismos movimientos. Todos los esfuerzos del conductor, que tiraba de las riendas y golpeaba la cabeza del animal con el mango del látigo, sólo conseguían alterarlo cada vez más y la escena amenazaba prolongarse indefinidamente, a pesar de la presencia de un policía y de los consejos, que en ocasiones como esa mucha gente se pone a dar.
Un piadoso católico que asistía a tan terrible situación sabía por propia experiencia cuán poderosa es la intervención de San Benito y tuvo la idea de recurrir secretamente a la medalla, invocando al santo Patriarca. No había acabado de pronunciar la fórmula de la invocación, cuando el animal, todavía sin aliento, pasaba del paroxismo del furor a la más perfecta calma y se dejaba enganchar nuevamente.
En 1859, una comunidad religiosa, consagrada a la educación de las niñas, acababa de mandar construir en París un gran edifico destinado a servir de dormitorio para las alumnas. Ya concluidas las obras, el dormitorio estaba listo para ser habitado; los padres, que utilizaban los locutorios establecidos en la planta baja y las alumnas, que apreciaban las excelentes condiciones del nuevo edificio, aplaudían la feliz iniciativa de la construcción; pero inesperadamente, se comienzan a oír, en todo el edificio, ciertas rajaduras que producen seria inquietud. Al principio se las atribuyó a la obra de carpintería, pero las cosas llegaron a tal punto que los padres, aterrados ante el peligro que podían correr sus hijas, hablaban de retirarlas del establecimiento. Para calmarlos, se llamó un ingeniero; pero nada lograba tranquilizarlos. A fin de no exasperarlos todavía más, las religiosas tuvieron que comprometerse a no instalar a las niñas en el dormitorio nuevo y a tomar todas las medidas necesarias para evitar cualquier accidente. Se trataba, nada más ni nada menos, que de hacer una nueva construcción; pero los recursos disponibles de la comunidad estaban agotados. Un amigo de la casa, a quien dos de las religiosas comunicaron las dificultades por las que estaban pasando, les aconsejó que recurriesen a San Benito. Sugirió que colocaran, en cada piso del nuevo edificio, una medalla del santo Patriarca y que enterraran otras en los cimientos, en los cuatro puntos cardinales, y rezaran cinco Gloria Patri en honra de la Pasión, tres Ave Marías en honor de la Santísima Virgen y otros tres Gloria Patri a San Benito. El consejo fue seguido y a partir de los días siguientes no se oyeron más aquellos ruidos y la comunidad sólo tuvo que dar gracias a Dios, a la Virgen y a San Benito por la protección tan visiblemente alcanzada.
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