Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger
Debemos exponer durante toda esta semana las diversas operaciones del Espíritu Santo en ía. Iglesia y en el alma fiel; pero es preciso anticipar desde hoy las enseñanzas que hemos de presentar. Siete días se nos han dado para estudiar y conocer el Don Supremo que el Padre y el Hijo han querido enviarnos, y el Espíritu que procede de ambos se manifiesta de siete formas a las almas. Es, pues, justo que cada uno de los días de esta semana esté consagrado a honrar y recoger este septenario de beneficios, por el que deben realizarse nuestra; salvación y nuestra santificación.
Los siete dones del Espíritu Santo son siete energías que se digna depositar en nuestras almas, cuando se introduce en ellas por la gracia santificante. Las gracias actuales ponen en movimiento simultánea o separadamente estos poderes divinamente infundidos en nosotros, y el bien sobrenatural y meritorio de la vida eterna es producido con el consentimiento de nuestra voluntad.
El profeta Isaías, guiado por inspiración divina, nos ha dado a conocer estos siete Dones en aquel pasaje en que, al describir la acción del Espíritu Santo sobre el alma del Hijo de Dios hecho hombre, al cual nos lo representa como la flor salida del tallo virginal que nace del tronco de Jessé, nos dice: “Sobre él descansará el Espíritu del Señor, el Espíritu de Sabiduría y de Entendimiento, el de Consejo y el de Fortaleza, el Espíritu de Ciencia y de Piedad; le llenará el Espíritu de Temor de Dios” Nada más misterioso que estas palabras; pero se prevé que lo que estas palabras expresan no es una simple enumeración de los caracteres del Espíritu divino, sino más bien la descripción de los efectos que realiza en el alma humana. Así lo ha entendido la tradición cristiana expuesta en los escritos de los antiguos Padres y formulada por la Teología.
La sagrada humanidad del Hijo de Dios encarnado es el tipo sobrenatural de la nuestra, y lo que el Espíritu Santo obró en ella para santificarla debe en proporción tener lugar en nosotros. Puso en el Hijo de María las siete energías que describe el Profeta; los mismos dones están reservados al hombre regenerado. Se debe notar la progresión que se manifiesta en su serie. Isaías puso primero el Espíritu de Sabiduría, y concluye con el Temor de Dios. La Sabiduría es, en efecto, como veremos, la más alta de las prerrogativas a que puede estar elevada el alma humana, mientras que el Temor de Dios, según la profunda expresión del Salmista, no es más que el principio y el bosquejo de esta divina cualidad. Se entiende fácilmente que el alma de Jesús destinada a contraer la unión personal con el Verbo haya sido tratada con dignidad particular, de suerte que el don de Sabiduría tuvo que ser infundido en ella de una manera primordial, y que el Don de Temor de Dios, cualidad necesaria a una naturaleza creada, fué puesto en ella como un complemento. Para nosotros, al contrario, frágiles e inconstantes, el Temor de Dios es la base de todo el edificio, y por él nos elevamos de grado en grado hasta esta Sabiduría que une con Dios. En orden inverso al que Isaías puso para el Hijo de Dios encarnado, el hombre sube a la perfección mediante los Dones del Espíritu Santo que le fueron dados en el Bautismo, y restituidos en el sacramento de la reconciliación, si tuvo la desgracia de perder la gracia santificante por el pecado mortal.
Admiremos con profundo respeto el augusto septenario que se halla impreso en toda la obra de nuestra salvación y de nuestra santificación. Siete virtudes hacen al alma agradable a Dios; por los siete Dones, el Espíritu Santo la encamina a su fin; siete Sacramentos la comunican los frutos de la encarnación y de la redención de Jesucristo; finalmente, después de las siete semanas de Pascua, el Espíritu es enviado a la tierra para establecer y consolidar en ella el reino de Dios. No nos admiremos de que Satanás haya tratado de parodiar sacrilegamente la obra divina, oponiendo el horroroso septenario de los pecados capitales, por los cuales procura perder al hombre que Dios quiere salvar.
EL DON DE TEMOR
En nosotros, el obstáculo para el bien es el orgullo. Este nos lleva a resistir a Dios, a poner el fin en nosotros mismos; en una palabra, a perdernos. Solamente la humildad puede librarnos de peligro tan grande. ¿Quién nos dará la humildad?: el Espíritu Santo, al derramar en nosotros el Don de Temor de Dios.
Este sentimiento se asienta en la idea que la fe nos sugiere sobre la majestad de Dios, en cuya presencia somos nada, sobre su santidad infinita ante la cual somos indignidad y miseria, sobre el juicio soberanamente equitativo que debe ejercer sobre nosotros al salir de esta vida y el riesgo de una caída siempre posible, si faltamos a la gracia que nunca nos falta, pero a la cual podemos resistir.
La salvación del hombre se obra, pues, “en el temor y en el miedo”, como enseña el Apóstol pero este temor, que es un don del Espíritu Santo, no es un sentimiento vil que se limitaría a arrojarnos en el espantoso pensamiento de los castigos eternos. Nos mantiene en la compunción del corazón, aun cuando nuestros pecados fuesen perdonados hace mucho; nos impide olvidar que somos pecadores, que todo lo debemos a la misericordia divina y que sólo somos salvos en esperanza.
Este temor de Dios no es un temor servil; es, por el contrario, la fuente de los más delicados sentimientos. Puede unirse con el amor, porque es un sentimiento filial que detesta el pecado a causa del ultraje hecho a Dios. Inspirado por el respeto a la majestad divina, por el sentimiento de su santidad infinita pone a la criatura en su verdadero lugar, y San Pablo nos enseña que, purificado de este modo, contribuye “a completar la santificación” Así oímos a este gran Apóstol, que había sido arrebatado hasta el tercer cielo, confesar que es riguroso consigo mismo “para no ser condenado”.
El espíritu de independencia y de falsa libertad que reina actualmente hace poco común el temor de Dios, y esa es la plaga de nuestros tiempos. La familiaridad con Dios reemplaza a menudo a esta disposición fundamental de la vida cristiana, y desde entonces todo progreso se detiene, la ilusión se introduce en el alma y los Sacramentos, que en el momento del retorno hacia Dios habían obrado con tanto poder, se hacen estériles. Es que el Don de Temor de Dios se ha sofocado con la vana complacencia del alma en sí misma. La humildad se ha extinguido; un orgullo secreto y universal ha paralizado los movimientos de esta alma. Llega, sin saberlo, a no conocer a Dios, por el hecho mismo de que no tiembla en su presencia.
Conserva en nosotros, Espíritu divino, el Don de Temor de Dios que nos otorgaste en el bautismo. Este temor asegurará nuestra perseverancia en el fin, deteniendo los progresos del espíritu del orgullo. Sea como un dardo que atraviese nuestra alma de parte a parte, y quede siempre fijo en ella como nuestra salvaguardia. Abata nuestra soberbia y nos preserve de la molicie, revelándonos sin cesar la grandeza y la santidad del que nos ha creado y nos tiene que juzgar.
Sabemos, Espíritu divino, que este feliz temor no ahoga el amor; antes retira los obstáculos que impedirían su desarrollo. Las Virtudes celestiales ven y aman al soberano Bien con ardor, están embriagadas de él por toda la eternidad; con todo eso, tiemblan ante su tremenda majestad, tremunt Potestates. ¡Y nosotros, cubiertos de las cicatrices del pecado, llenos de imperfección, expuestos a mil ardides, obligados a luchar con tantos enemigos, no hemos de sentir que es necesario estimular por un temor fuerte y filial al mismo tiempo, nuestra voluntad que se duerme tan fácilmente, nuestro espíritu al que rodean tantas tinieblas!, preserva en nosotros tu obra, divino Espíritu, el precioso don que te has dignado hacernos; enséñanos a conciliar la paz y la alegría del corazón con el temor de Dios, según la advertencia del Salmista: “Servid al Señor con temor, y os estremeceréis de gozo temblando delante de él”
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